Veinte matemáticos célebres

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Veinte Matemáticos Célebres
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Autor(a)(es)(as)Francisco Vera

Veinte matemáticos célebres. Libro que expone en forma clara y didáctica la vida y obra de los matemáticos más célebres. De esta manera, el lector logrará una fácil comprensión del valor y las influencias de unas tendencias sobre otras, y de sus puntos de convergencia, a veces aparentemente paradójicos.

El profesor Francisco Vera de vasta y reconocida autoridad en la materia, ha escrito Veinte matemáticos célebres con un criterio ágil, a la vez que esclarecedor, que posibilita el acceso de vastos sectores de público a una actividad científica realmente fascinadora.

Breve reseña

En mayo de 1941, por encargo del Ministerio de Educación Nacional de Colombia, el autor Francisco Vera asumió un turno de conferencias organizadas por la Dirección de -Extensión Cultural y Bellas Artes, tendientes a "liquidar la etapa de la cultura esotérica y misteriosa que no quiere rebasar jamás el limite inamovible de los cenáculos o los o de los salones exclusivistas".

De todas las disciplinas científicas la Matemática es, acaso, la más difícil de exponer ante un auditorio no profesional tanto por el lenguaje propio de ella como por el inevitable empleo de símbolos, cuya significación precisa exige una preparación por parte del que escucha para que el que habla no corra el riesgo de propagar ideas falsas ni incurra en la responsabilidad de producir un poco de barullo mental aunque le guíen las mejores intenciones. Huir de las cuestiones matemáticas no es lo mismo que huir de los matemáticos, el conocimiento de los cuales, como hombres de carne y hueso, tiene el mismo y, a veces, mayor interés que su conocimiento como matemáticos, pues que la Matemática no es una creación ex nihilo, sino un producto de fabricación humana que depende, por tanto, del contenido biológico del productor; y si es interesante conocer la obra de un hombre, que es lo que queda, no lo es menos conocer la vida de ese hombre, que es la que no queda.

Por estas razones orientó su labor hacia la biografía de los grandes matemáticos en busca de temas que pudieran interesar a las personas que frecuentan el teatro de Colón de Bogotá: lugar elegido por el ministerio para las conferencias. A los grandes matemáticos elegidos se agruparon por parejas, buscando unas veces el paralelismo o el sincronismo de sus vidas, y otras el contraste entre sus direcciones ideológicas: en el primer caso para observar su doble influencia en el desarrollo de la Matemática, y en el segundo para encontrar un punto de convergencia, a veces paradójico.

El humanismo en la matemática

Maurolico y Commandino

La posición geográfica de Italia, cerca del Imperio bizantino, el refinamiento de su cultura y su riqueza material, fueron causas que contribuyeron grandemente a que allí se iniciase el movimiento que ha pasado a la Historia con el nombre de Humanismo, precursor de otro movimiento llamado Renacimiento, de límites ambos tan imprecisos que viven muchas veces en perfecta simbiosis. Los humanistas, al imitar en la forma y en el fondo a los escritores de la antigüedad clásica, difundieron las ideas griegas y romanas e intentaron armonizar los conocimientos humanos con las creencias religiosas, corrigiendo el abuso silogístico y humanizando la Ciencia. Ya Dante se había mostrado entusiasta partidario del gusto clásico dejando preparado el terreno en que Petrarca, el primer hombre moderno, habría de cosechar los mejores frutos. Su exaltado individualismo y su preocupación por el autoanálisis, le hacen el verdadero precursor del Renacimiento literario, que habría de tener un digno émulo en Boccaccio, como erudito divulgador de las ideas humanistas.

En el campo del Arte, los hombres del Quattrocento producen una revolución con la perspectiva lineal y el escorzo, con la representación del desnudo y con la tendencia realista. Brunelleschi, Donatello, el Verrochio y Botticelli preparan el advenimiento de Miguel Ángel, de Rafael y de los pintores de la escuela veneciana, como Dante, Petrarca y Boccaccio anuncian la eclosión que habrían de tener las letras con Maquiavelo, Castiglione, Guicciardini, Ariosto, Tasso y Pedro Aretino, precursor éste, de la decadencia renacentista al triunfar el arte académico, amanerado, frío y cerebral, a mediados del siglo XVII, muerto León X, y sus sucesores, conquistada ya Roma por las tropas imperiales que convirtieron su política liberal y de mecenazgo en ciega y sistemática oposición a todo lo que no pudiesen vigilar directamente y al desarrollo de la Ciencia. En los países del Norte brilla, en tanto, la estrella de Erasmo, para quien el humanismo es la lucha contra los abusos del clero, la incultura monástica, la esterilidad del tomismo y las arbitrarias interpretaciones que de la Biblia daban los teólogos eclesiásticos, tendiendo hacia la exégesis de los primeros padres de la Iglesia. El humanismo francés se caracteriza por una orientación erudita y crítica que culmina en Rabelais y Montaigne, mientras que el alemán, con Rodolfo Agrícola y Regiomontano, prepara el camino de la Reforma; el inglés, con Tomás Moro, adquiere un matiz socializante, y el español, con Cisneros, Nebrija, Arias Montano, Fernando de Córdoba, Luis Vives y Fox Morcillo, es moralista y tiende a una síntesis científica.

Los humanistas se apartan de las ideas de los siglos medievales para dar un sentido humano a lArte y a la Ciencia; y, al presentar la vida de los pueblos de la antigüedad clásica como tipo ideal de la Humanidad, ponen los cimientos de la civilización moderna. La Ciencia, en general, y la Matemática en particular, no fueron ajenas a aquel movimiento y siguieron también la corriente humanística. Los Elementos de Euclides, el Almagesto de Ptolomeo, la Aritmética de Diofanto, las Cónicas de Apolonio y todas las obras de los grandes matemáticos de la antigua Grecia, y hasta algunas de los menores, fueron dadas a conocer por los matemáticos humanistas como Zamberti, Barrozzi, Memo, Holzmann, más conocido por su nombre latinizado de Xylander, y otros que, al poner el Occidente en contacto con los genios de la Hélade, compraron la obra encentada en el siglo XII por la Escuela de Traductores de Toledo, fundada por el arzobispo Don Raimundo, en los momentos en que el espíritu latino empezaba a despertar de su modorra y los hombres a comprender que en el mundo hay que hacer algo más que cantar las lamentaciones del Dies irae.

Hasta entonces la Matemática había vivido del jugo de Boecio y de San Isidoro. La Aritmética del noble romano y las Etimologías del arzobispo de Sevilla eran las únicas fuentes de conocimientos matemáticos, superadas en el siglo XII por Savasorda en España, Alberto Magno en Alemania y Juan de Sacrobosco en Inglaterra, pero es una Matemática contaminada por las supersticiones, siendo precisamente en España el país donde se conservó más pura la Ciencia; y así ha dicho un escritor citado por Fernández Vallín, sin indicar su nombre, que "cuando volvían a los hispanos, aumentados y comentados, aquellos libros que habían salido de su nación, no los conocían, porque la verdadera Ciencia había desaparecido en el barbarismo del sofisma y de la sutileza que reinaba en toda Europa." Era, en efecto, la época de los números mágicos y de la Gematría; y así, por ejemplo, el número 3representaba el alma con sus potencias y virtudes cardinales; el 5 es la representación del matrimonio porque está formado por el primer par: 2, y el primer impar: 3; el 7 es el hombre por contener las tres potencias del alma y los cuatro elementos del cuerpo, y el 11 es el número de letras de la palabra abracadabra que tiene la virtud de curar las fiebres intermitentes escribiéndola en un papel y colocándola sobre el estómago del enfermo. Todos estos números sagrados son impares por ser los gratos a Dios, según el verso virgiliano: Eglogas, VIII, 75: número Deus impare gaudet, excepto el 12, que representa el Cosmos y se elige como base de la numeración porque son doce los signos del Zodiaco, las tribus de Israel, los profetas mayores y los tonos de la música con que se cantan alabanzas al Altísimo. De todos estos números dotados de propiedades climatéricas, el 7 es el preferido. Siete son los días de la Creación, los dones del Espíritu Santo, los brazos del Candelabro, los dolores de María, los actos del alma, los pecados capitales, las virtudes y los planetas. Representando los números por letras, cada palabra tenía su número característico, y así resultaba que Aquiles era superior a Héctor porque el valor de las letras de la palabra Aquiles es 1276 mientras que las de la palabra Héctor sólo valen 1225. En hebreo, el nombre Eleázaro equivale a 318 y por eso Abraham libertó trescientos dieciocho esclavos cuando salvó al sucesor de Aarón.

Combinando los números cabalísticos se construían figuras como los cuadrados mágicos, tal el que pintó Alberto Durero en su Melancolía, cuyos elementos sumados por filas, columnas o diagonales, dan el mismo total; satánicos o doblemente mágicos, y diabólicos o mágicamente mágicos. Construidos estos cuadrados, los hombres medievales observaron un hecho sorprendente: que no se pueden hacer de segundo orden, es decir: de cuatro casillas, de donde dedujeron la imperfección de los cuatro elementos: aire, tierra, fuego y agua, y no vacilaron entonces en considerar el número 4 como símbolo del pecado original; y, en cambio, como construían cuadrados de los órdenes 39, 49, 59, 69, 79, 89 y 99, o sea: de siete órdenes distintos, el número 7 vuelve a aparecer bajo otro aspecto.

Todos estos números teúrgicos conjuran al fatídico 13, cuyo maleficio debió de ser tan enorme que todavía proyecta su sombra hoy, en pleno siglo XX, que es el siglo del motor de explosión, de la incredulidad y de las camisas flojas. La serie de disparates medievales desapareció, afortunadamente, con las primeras ediciones de los clásicos griegos. Un mundo nuevo apareció ante los ojos atónitos de los hombres, preocupados hasta entonces en pueriles combinaciones numéricas y triviales figuras geométricas; y una sed de saber y un ansia de curiosidad se despertó en todos los espíritus.

Estas primeras ediciones tienen, sin embargo, un defecto: su oscuridad, producida por amanuenses torpes que desfiguraron el pensamiento del autor al copiar infielmente el original, defecto que aumentó al ser traducidos textos adulterados; pero era tan grande su poder de sugestión, a pesar de todo, que muchos eruditos, familiarizados con la técnica del razonamiento matemático, se dedicaron a la noble y nunca bien alabada tarea de revisar y corregir los libros ya publicados, a comentar las obras de los maestros y, finalmente, a adivinar lo que habían escrito, tomando como punto de partida para su labor de exégesis los comentarios de Pappo, de Proclo y de Eutocio, especialmente, y buscando a través de ellos, con tanta paciencia como ingenio y entusiasmo, el hilo de Ariadna que los condujera a los grandes maestros, sobre todo a los que definieron el ápice de la escuela de Alejandría.

Como representantes de los beneméritos traductores de la Matemática griega, que tienen, además, el mérito de haber hecho algunas aportaciones de no escaso valor, pueden escogerse dos nombres: Francisco Maurolico y Federico Commandino, ambos italianos, de Mesina el primero y de Urbino el segundo, y ambos contemporáneos y amigos que sostuvieron larga correspondencia epistolar. Maurolico era oriundo de una familia de Constantinopla que huyó cuando los turcos se apoderaron de la capital del Imperio bizantino, y poseía algunas copias de obras griegas. Era hombre de cultura enciclopédica. Matemático, astrónomo, poeta e historiador, gozó de gran estimación y justa fama en vida y fue honrado en muerte con una suntuosa tumba sobre la que sus coterráneos grabaron una inscripción exaltando los méritos de quien consideraban el sucesor del gran siracusano. "El único verdadero geómetra que ha tenido Sicilia después de Arquímedes", dice el epitafio.

Maurolico nació el 16 de septiembre de 1494, vistió a los veintisiete años el traje talar, y enseñó públicamente la Matemática en 1528 y 1553, tomando como base de sus lecciones de Geometría los Elementos de Euclides que conoció a través de la edición de Zamberti. Su agudo espíritu crítico le hizo comprender que la disposición del libro XIII del geómetra alejandrino, el dedicado a los poliedros regulares, no tenía un orden riguroso y lo modificó, así como el contenido de los libros XIV y XV, que ya está demostrado que no son de Euclides. Tampoco le satisfizo la traducción latina que de las Cónicas de Apolonio había hecho Memo y que publicó su hijo poco después de la muerte del padre. El hijo ignoraba incluso los rudimentos de la Geometría y la edición, Venecia, 1537, estaba tan plagada de erratas que la hacían poco menos que ininteligible. Maurolico no sólo corrigió los cuatro primeros libros de Apolonio, únicos que tradujo Memo, sino que reconstituyó los dos siguientes, sobre la base de las informaciones de Pappo.

Estos dos libros tratan, respectivamente, de los máximos y mínimos y de las condiciones de igualdad y semejanza de las secciones cónicas. Maurolico estudió estas últimas de una manera completamente nueva y su estudio es el primer progreso que registra la historia de la Matemática en el conocimiento de las cónicas después de Apolonio. También llamaron su atención las investigaciones de Arquímedes sobre los centros de gravedad y determinó los de la pirámide, hemisferio y conoide parabólico, considerando este problema bajo el aspecto ya estudiado por los árabes y que era entonces desconocido en Europa. Análoga preocupación tuvo Commandino, que dio cuenta del resultado de sus meditaciones en un opúsculo titulado De centro gravitatis solidorum en el que hay que destacar especialmente una notable determinación de los centros de gravedad del cono y del paraboloide de revolución. Commandino, nacido en 1509, estudió Medicina en Padua y en Ferrara y vivió algún tiempo en Roma, a la sombra protectora del Papa quien, conocedor de su talento, le distinguió con especiales atenciones. No ejerció la Medicina ni se dedicó a la investigación teórica de la ciencia de Esculapio. Es posible que su amistad con Maurolico le indujera a seguir la misma senda que éste, lo cual fue benéfico para la Matemática. Además del griego y del latín, Commandino conocía algo de árabe. Por aquel entonces, Juan Dee, el astrólogo favorito de Isabel de Inglaterra y del duque de Leicester, había encontrado en Londres un manuscrito con el mismo título: Sobre la división de las figuras, que una obra de Euclides de la que sólo se sabía lo que dice Proclo. El astrólogo, a quien hay que hacer la justicia de decir que fue uno de los primeros que adoptaron el sistema de Copérnico, atribuyó aquel manuscrito a un tal Mahomet de Bagdad y lo tradujo al latín. Commandino hizo una doble versión: latina e italiana, con algunas reservas, Pisa, 1570, y el mismo año apareció en Pesaro otra edición debida a F. Viani de Malatesti da Montefiore. Lo dicho es suficiente para comprender la importancia de la labor realizada por los dos matemáticos italianos. Sus traducciones y las ideas originales que intercalaron en ellas despertaron el interés de sus sucesores inmediatos, llamados a determinar un progreso en los estudios científicos. Empapados del espíritu humanista de su época, lo llevaron al campo que cultivaban, contribuyendo grandemente a fijar el verdadero sentido de la Geometría griega que no tenía nada que ver con las supersticiones que durante la Edad Media ocultaron su alcance y su trascendencia.

También cultivaron ambos la Matemática aplicada. El profundo conocimiento que Maurolico tenía de las secciones cónicas lo llevó a la Gnomónica y a la óptica, y sus resultados fueron la base de la teoría de las cáusticas por reflexión que habría de establecer Tschirnhausen siglo y medio después.

Commandino, por su parte, tradujo algunas obras técnicas de Herón de Alejandría y comentó el Planisferio de Ptolomeo con tanta originalidad que, al explicar la proyección estereográfica del astrónomo griego, encontró un método para dibujar en perspectiva el círculo y la esfera, que bien pudiera decirse que determina el paso de la perspectiva de los pintores a la de los geómetras. Leonardo da Vinci, Rafael y Alberto Durero habían observado los defectos de perspectiva que tienen los castillos y paisajes pintados en el siglo XVI y no sólo se propusieron corregirlos en sus obras, sino que dieron normas para pintar correctamente lo que veían o creían ver en la Naturaleza. Durero, especialmente, publicó una Instituciones geométricas enderezadas a aplicar la Geometría a la representación del cuerpo humano; pero fue Commandino quien franqueó la etapa decisiva, de tanta trascendencia para la pintura del Renacimiento. Commandino murió en 1565 y Maurolico diez años después. El primero pasó más inadvertido que el segundo, cuya fama llegó hasta Carlos I de España. Cuando el primer Austria que pisó el suelo español estuvo en Mesina con motivo de sus desavenencias con Barbarroja, mandó llamar a Maurolico para tener una conversación con él. A pesar de todos nuestros esfuerzos no hemos conseguido averiguar cómo se desarrolló el diálogo entre el matemático y el hijo de Juana la Loca, y en verdad que lo lamentamos, porque debió de ser sabroso. Seguramente que la soberbia del rey de España y emperador de Alemania, su último acto de soberbia fue encerrarse en Yuste para sincronizar relojes, dejaría atónito al traductor de Euclides.

No terminaremos estas breves notas sin indicar que Maurolico fue el iniciador del llamado método de inducción completa que Bernoulli perfeccionó en el siglo siguiente. Este método se funda en el hecho de que todo número natural se puede considerar como suma de unidades, ya que partiendo del cero se forman todos los números naturales por adiciones sucesivas de la unidad, de donde resulta que, comprobada una propiedad para el valor 1 y, si supuesta verdadera para un cierto valor, demostramos que lo es para el siguiente, la tendremos demostrada para todos los valores.

Referencia

  • Veinte Matemáticos [1]
  • Veinte Matemáticos Célebres [2]