Dietrich von Hildebrand

Dietrich von Hildebrand
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Nacimiento12 de octubre de 1889
Florencia, Bandera de Italia Italia
Fallecimiento1977
Nueva York, Bandera de los Estados Unidos de América Estados Unidos
NacionalidadItaliana
CiudadaníaEstadounidense
OcupaciónFilósofo

Dietrich von Hildebrand. Filósofo que vivió las situaciones y tensiones más agudas del escenario espiritual del siglo XX.

Se alimentó de ricas fuentes tanto intelectuales como culturales desde muy joven, y supo como pocos defender lo que creía verdadero viviendo a la vez una profunda humildad intelectual, lo que a menudo le hizo pasar oculto. Sus mayores contribuciones pertenecen a los ámbitos de la Ética y de la Teoría del conocimiento, en el seno de la primera escuela fenomenológica, donde se formó, y con un sincero respeto a lo verdadero de la tradición filosófica clásica. En sus escritos conviven ―sin confundirse― el rigor filosófico, la frescura de ejemplos cercanos y la luz de su fe cristiana. Por ello, Hildebrand es tenido por sus discípulos no sólo como modelo de pensamiento, sino también de persona y modo de pensar.

Síntesis biográfica

Dietrich von Hildebrand nació en Florencia el 12 de octubre de 1889, en el seno de una familia protestante liberal. Siempre estuvo rodeado de un ambiente cultural muy cultivado, aunque combinado con ideas relativistas. Su padre era el famoso escultor Adolf von Hildebrand, quien estudió y residió en Múnich, Roma y Florencia, para finalmente establecerse de nuevo en Múnich. Dietrich pasó sus primeros años entre Italia y Alemania, y ya habiéndose trasladado su familia a la capital bávara cursó allí sus estudios de bachillerato e ingresó en la universidad en 1906. Su vocación filosófica se había decantado en él desde temprana edad gracias a la lectura de las obras de Platón.

El primer contacto intelectual universitario fueron las lecciones de Theodor Lipps y de Alexander Pfänder. Un año después, en 1907, conoció a Max Scheler, que llegó a Múnich incorporándose como Privatdozent y que produciría una honda impresión y admiración en el joven Hildebrand. Pero al tener noticia de las Investigaciones lógicas de Edmund Husserl, con su propuesta de una filosofía contraria al relativismo y al subjetivismo (de lo que la psicología de T. Lipps no conseguía desembarazarse), marchó a Gotinga en 1909 para estudiar con su autor y con quien entonces éste consideraba su discípulo principal, Adolf Reinach. Hildebrand siempre vio realmente en Reinach, muerto tempranamente en la Primera Guerra Mundial, a su verdadero maestro.

En 1912 obtiene el título de doctor en filosofía con su disertación Die Idee der sittlichen Handlung (La idea de la acción moral), donde ya expone las líneas básicas de lo que habría de ser su pensamiento moral. Dos años más tarde, gracias a su profunda amistad con Scheler, a través de quien había ido familiarizándose con el catolicismo y con la vida de los santos, abraza la fe católica junto con su mujer. Tanto su conversión como su cercana amistad de aquellos años con Scheler le orientaron definitivamente hacia los problemas de la persona y de la moral.

En 1918 se habilita con su tesis Sittlichkeit und ethische Werterkenntnis (Moralidad y conocimiento ético de los valores). Se trata en esta obra de un estudio, de una penetración extraordinaria, sobre la relación entre la vida moral y el conocimiento de los valores morales. Aquí se palpa un empeño —netamente filosófico, no meramente exhortativo— que marcará toda la vida de Hildebrand: la explicación y disipación del error moral y del mal moral mediante el alumbramiento de la verdad y del bien. Las circunstancias, varias veces dramáticas, de la vida y sociedad en las que vivió Hildebrand le obligarán a un compromiso decisivo con la verdad y a la imperiosa necesidad de defenderla.

Tras habilitarse, comienza Hildebrand su docencia en la Universidad de Múnich. Por entonces, junto con los demás miembros del llamado “Círculo de Gotinga”, se distanció de la evolución idealista —a juicio de ellos— del pensamiento de Husserl. A esos años debemos su importante trabajo Metaphysik der Gemeinschaft (Metafísica de la comunidad, 1930) y algunos otros escritos éticos más breves. Pero a partir de ese año 1933 la situación política se hace insostenible para Hildebrand a causa del nacionalsocialismo, al que se oponía abiertamente. Así, se ve obligado a huir precipitadamente a Viena, desde donde combate el nazismo desde el semanario “Der Christliche Ständestaat” (El Estado corporativo cristiano). Pero tras la anexión de Austria por Alemania de nuevo tuvo que huir. Esta vez pudo llegar a Suiza, y después a Francia[[, donde enseñó en la Universidad de Toulouse hasta la ocupación nazi del país galo. Con ayuda de algunos amigos (entre ellos Jacques Maritain) logró pasar España, y luego a Portugal, para llegar finalmente, a través de Brasil y con la ayuda de la fundación Rockefeller, a los Estados Unidos en diciembre de 1940.

En 1941 aceptó la oferta de nombramiento de profesor en la Universidad de Fordham, en Nueva York, donde enseñó hasta 1960. En 1957 fallece su esposa Margarete, y dos años más tarde contrae matrimonio con Alice. A esos años universitarios debemos su obra moral capital, Christian Ethics (1953; Ethics, desde su segunda edición), True Morality and Its Counterfeits (Moral auténtica y sus falsificaciones, 1955), Graven Images: Substitutes for True Morality (Deformaciones y perversiones de la moral, 1957), y What is Philosophy (¿Qué es la filosofía?, 1960), entre otros.

Sin embargo, otra serie de acontecimientos dolorosos para Hildebrand se desataron en la segunda mitad de la década de los 60. Se trataba de ciertas corrientes teológicas que tuvieron lugar dentro de la Iglesia Católica en los años inmediatamente posteriores al Concilio Vaticano II. En ese periodo hubo diversas orientaciones acerca de cómo se debía interpretar y aplicar la doctrina conciliar, algunas de las cuales se mostraban incompatibles con la fe que la Iglesia había recibido y transmitido a lo largo de su historia. Hildebrand no pudo menos que lanzarse a defender, de nuevo, lo que en conciencia creía verdadero. Esa preocupación le llevó a escribir libros apologéticamente contundentes e incluso, en ocasiones, duros, como Trojan Horse in the City of God (El caballo de Troya en la ciudad de Dios), de 1967, Der verwüstete Weinberg (La viña desolada), de 1973, y multitud de conferencias y artículos. Esta actitud combativa le hizo aparecer a los ojos de muchos como un personaje incómodo y poco diplomático, lo cual le valió, de hecho, cierto recelo y apartamiento de la vida pública intelectual.

Ya en los años 70, al final de su vida, Hildebrand alcanza a escribir importantes obras filosóficas: Das Wesen der Liebe (La esencia del amor, 1971), Ästhetik I (Estética, 1977) y Moralia (publicada póstumamente en 1980). Falleció en 1977 en New Rochelle, cerca de Nueva York.

Se comprende que, dada la prolijidad de la producción de Hildebrand y los diversos intereses que motivaron sus obras, el destino que haya sobrevenido a su figura y pensamiento resulte dispar y no siempre justo: para algunos fenomenólogos Hildebrand atiende poco al método; para otros pensadores su orientación metafísica es escasa; para otros, incluso, su definida orientación religiosa, concretamente católica, le tacha ya de antemano. Sin embargo, lo justo es decir que Hildebrand nunca dejó de ser un filósofo y un cristiano: un filósofo de matriz fenomenológica, con un decidido compromiso con la verdad de las cosas mismas y con los problemas de su tiempo, y un creyente a quien su fe impulsaba e iluminaba su razón, sin sustituirla. Su fe cristiana le prestó la fortaleza para defender la verdad; y su discurso filosófico, aunque puede carecer a veces, ciertamente, del detallado rigor husserliano o de la brillante genialidad scheleriana, posee tesis auténticamente originales y una claridad y un realismo poco comunes —no otra cosa es la filosofía— en el ámbito de la ética fenomenológica. No cabe duda de que Hildebrand es, junto con Husserl, Scheler y Hartmann, uno de los autores fundamentales de la ética fenomenológica de los valores; y al mismo tiempo, uno de los personajes más apasionada y profundamente comprometidos en el gran debate espiritual del siglo XX.

Ética

La mayor contribución de Hildebrand se encuentra en el campo de la reflexión sobre la vida moral, que concibe como la capacidad de “responder” conscientemente y de manera adecuada a los valores moralmente relevantes. Para aclarar el sentido de su propuesta —que se puede encontrar sustancialmente en su Ética—, el autor comienza por penetrar en noción del valor, para lo cual se sirve de otro concepto más amplio, el de la “importancia”.

Lo “importante” y sus tres categorías

“Importantes” son todos los objetos que se muestran capaces de motivar en nosotros respuestas volitivas o afectivas, es decir, acciones o sentimientos; frente a los “neutrales”, que sólo son capaces de provocar respuestas teóricas, meros juicios. Neutrales son, por ejemplo, las proposiciones matemáticas; importante es, en cambio, la muerte de un ser querido, el padecimiento de una grave injusticia, el sufrimiento de un dolor casi insoportable, etc.

El ser importante es algo peculiar, de suerte que si todo resultara ser finalmente importante no nos hallaríamos ante una trivialidad, ni afirmar que algo es importante sería la expresión de una tautología, sino de una verdad universal profunda. Una muestra de que nos hallamos ante una propiedad peculiar, irreducible a otras, es que la oposición entre lo positiva y lo negativamente importante no es una oposición de contradicción (como la que se da entre lo existente y lo no existente), sino de contrariedad. Es decir, lo negativamente importante no es la mera ausencia de importancia positiva, y viceversa.

A continuación, Hildebrand advierte la existencia de un género de respuestas exigidas por el objeto y de otra especie de respuestas que tienen su razón en el sujeto. Las primeras revelan —de acuerdo con el método fenomenológico que atiende fielmente a la correlación entre actos y sus correlatos— que el objeto no es importante sólo para nosotros, sino también en sí mismo. En cambio, las segundas tienen el objeto por importante sólo porque resulta subjetivamente satisfactorio para quien lo vive. Esta diferencia en los fenómenos de respuesta refleja una diferencia en los objetos importantes mismos como importantes, es decir, una diferencia en la propiedad general de la importancia. El estudio de las distintas categorías de lo importante no se refiere a algo del ser humano, y por ello no pertenece a la Filosofía del hombre, sino a un ámbito distinto, a la Axiología (al igual que las categorías de la predicación pertenecen a la Lógica, no a la Psicología).

Hildebrand muestra la diferencia entre dos clases fundamentales de importancia mediante la comparación de dos casos de objetos importantes: un elogio y un acto de perdón. El resalte de la importancia del elogio tiene sentido para el que recibe el cumplimento, mientras que un acto de perdón se muestra como merecedor de importancia en sí mismo, para cualquiera que lo vea.

Ciertamente, esta distinción en el seno de la importancia, dado que ésta es cualidad simple, sólo es susceptible de mostración indirecta por medio de las vivencias respectivas. Esto es, se trata de una diferencia evidente. Y es evidente justo sobre la base de la evidente diferencia de los dos modos de vivencias. Al vivir algo como subjetivamente satisfactorio lo vivimos siempre como dependiendo exclusivamente de un “para alguien”, mientras que la vivencia de algo importante en sí excluye cualquier “para”. El carácter esencial de la diferencia entre la motivación de lo subjetivamente satisfactorio y la de lo importante en sí descubre que esas dos categorías de lo importante son asimismo esencialmente distintas, y no sólo gradualmente diferentes. Y Hildebrand reserva el término “valor” para lo importante en sí o intrínsecamente importante.

Además, este fenomenólogo detecta aún una tercera categoría de importancia a partir de vivencias como el agradecimiento o el perdón: lo importante como “bueno objetivo para la persona”. Lo así llamado contiene tanto un rasgo objetivo de importancia (positiva o negativa, es decir, un bien o un mal) como una también esencial referencia a una persona concreta, justamente aquella que resulta objetivamente beneficiada o perjudicada.

El valor y sus clases

En primer lugar, el valor es primario respecto de todo apetito. Muchas veces admiramos algo por su valor (como por ejemplo una acción generosa de otra persona) sin apetito alguno, sin que queramos ni podamos apropiárnosla (para nuestro desarrollo moral, en este caso). Por otro lado, aun en los casos en los que un objeto valioso desarrolla o sacia una apetencia, el valor no se deja nunca reducir a la mera capacidad de saciar ese impulso. Pues para poseer dicha capacidad hay que tener ya una cualidad valiosa previa e independiente del apetito, una cualidad con sentido propio e intrínseco, no relacional. Hildebrand —como sus maestros fenomenólogos (Husserl y Scheler, y remotamente Brentano)— ilustra esta irreductibilidad del valor en analogía con el ámbito de lo verdadero. Consecuentemente, Hildebrand rechaza aquel reduccionismo aunque no se refiera a algún apetito o tendencia concreta, sino al desarrollo de la entera naturaleza humana como tal. Por más que lo valioso desarrolle y perfeccione la naturaleza humana, no es ese desarrollo la razón última de su valía. Y quien sostiene que lo valioso lo es por desarrollar la naturaleza humana, está suponiendo que la naturaleza humana y su desarrollo son ya algo valioso de suyo.

La disciplina que estudia y describe las notas de los valores es la Axiología. Las más claras de esas notas, cuya exposición vio un desarrollo magnífico en la obra de Scheler, son la polaridad, la altura y la materia. Pero la aportación acaso más original de Hildebrand en este terreno es la distinción entre dos grandes dominios en que puede dividirse todo el reino de los valores: el de los valores ontológicos y el de los cualitativos. Veamos todo ello.

Lo importante en general se presenta con un signo o con su contrario, como valiendo positiva o negativamente, pero no en una posición intermedia, que es justo la de lo neutral. A esta característica se añade en lo valioso lo que propiamente se llama “polaridad”, esto es, que a todo valor le corresponde otro de signo contrario, como opuesto suyo. Resulta también muy interesante la aportación de Hildebrand según la cual, además de la polaridad de la oposición entre valores de signo contrario, hay también una polaridad que llama complementaria o “amigable”. Esta polaridad es la relación de exclusión que se da entre valores que reflejan aspectos complementarios de un valor más general, pero que por su distancia entre ellos el individuo portador es incapaz de poseerlos simultáneamente. También es clara la nota de la “altura”, que permite la preferibilidad y la jerarquía entre varios valores, pudiendo muchas veces hablar de valores superiores o inferiores a otros. Hildebrand observa además que puede hablarse de dos tipos de jerarquía: una conforme al distinto rango cualitativo de los valores, propiamente su altura; y otra según el diferente grado de encarnación de esos valores en sus respectivos portadores. La llamada “materia” del valor, su peculiaridad cualitativa, manifiesta lo que es propiamente el “tema” de cada valor, su esencia diferenciadora. Asimismo, la materia permite descubrir afinidades entre diversos valores, en virtud de las cuales pueden reunirse en especies o familias de valor (como la de los valores morales, la de los intelectuales o la de los estéticos).

Pero Hildebrand repara en que estas notas, que ciertamente caracterizan a los valores de las clases enunciadas, no se cumplen todas y del mismo modo en todos los valores. Y sobre esa base distingue los “valores cualitativos” (como ejemplo típico, los valores morales) de los “valores ontológicos” (el valor de la persona humana, típicamente también). Hildebrand ofrece numerosas y sólidas razones para establecer dicha distinción, que se halla en el plano más genérico y fundamental del universo de los valores. En primer lugar, los valores cualitativos tienen siempre un contrario, exhiben polaridad; en cambio, los ontológicos nunca. Como opuesto al valor de la persona estaría su no existencia, pero esto es una carencia, y no propiamente un valor negativo. En segundo lugar, los valores cualitativos se muestran, en varios sentidos, más independientes de su portador que los valores ontológicos. Así, ya sólo el concepto de cualquier valor cualitativo (el valor moral de la buena voluntad por ejemplo) posee una definición propia, un eidos, con independencia de que lo posea la voluntad humana u otro ser racional posible. En cambio, la definición de un valor ontológico (como la voluntad humana) remite a la esencia misma del portador. Además, los valores cualitativos pueden poseerse o no poseerse, adquirirse o perderse, darse con mayor o menor plenitud. Nada de lo cual acontece en el dominio de los valores ontológicos, pues dada una esencia está dado su valor de modo propio y pleno. De todo ello resulta lógico el comentario de Hildebrand cuando sugiere que en el dominio de lo cualitativo el portador participa de un valor que le trasciende, mientras que los valores ontológicos son poseídos inmanentemente por su portador. En realidad y a la vista de esto, cabe preguntarse si Hildebrand debería entonces reservar el término “valor” únicamente para los valores cualitativos.

La “respuesta” adecuada o inadecuada al valor

La acción y actitud moralmente buena consiste, en definitiva, en “responder” adecuadamente a lo valioso moralmente relevante. Por “respuesta” hay que entender una vivencia activa intencional, esto es, una toma de postura consciente por parte del sujeto ante un contenido conocido, a diferencia de meros estados pasivos. Y su carácter de “adecuado” hace referencia a que precisamente lo valioso, como se ha visto, exige un determinado modo de respuesta y no otro. Así como la respuesta a lo subjetivamente satisfactorio es arbitraria, dependiente de los contingentes gustos del sujeto, la respuesta a lo valioso sólo puede ser o adecuada o inadecuada, puesto que depende de su correspondencia o armonía con dicho valor. Y ha de ser adecuada según su signo, por así decir (la injusticia exige indignación, y no complacencia), y según su altura (el heroísmo reclama admiración, y no simple curiosidad o interés). Como se ve, la noción de respuesta adecuada depende entera y solidariamente de la noción de valor: ambas definen el eje de la ética de Hildebrand.

La clave de la cuestión es que esa relación de exigencia entre la respuesta y el objeto valioso, reclamada siempre por este último, no es una mera conformidad de ajuste. Esa exigencia o adecuación se presenta ella misma como algo altamente preferible por sí mismo, esto es, como algo de elevado valor. La armonía objetiva que se manifiesta en la respuesta adecuada al valor (en realidad, la única respuesta auténtica al valor) es algo de una importancia metafísica fundamental, una de esas exigencias últimas del universo.

Pues bien, se trata ahora de mirar bien lo que acontece en el sujeto que, respondiendo al valor, establece libremente esa relación armónica altamente valiosa. La persona que responde al valor se adecua a lo que el objeto valioso reclama, a la armonía objetiva que rige en el universo. La respuesta al valor entraña la actitud de plegarse a lo importante en sí, de dejarse regir por ello, de entregarse a su logos. La persona está realmente interesada en el objeto, en algo —su valor— que reside en él y que a él pertenece. Se da cuenta, y sobre todo lo acepta, de que a lo valioso le corresponde atraer por sí, ser objeto de entrega, ser merecedor de respuestas volitivas y afectivas positivas. El que responde al valor manifiesta, en definitiva, una actitud de profundo respeto a lo que reconoce como valioso y superior.

Muy de otro modo sucede, por el contrario, cuando se trata de la respuesta a lo subjetivamente satisfactorio. Quien así se comporta respecto a un objeto se interesa por él sólo en la medida en que le produce satisfacción, y no por él mismo. Lo subjetivamente satisfactorio es objeto de respuesta como tal por el solo hecho de saciar una necesidad, tendencia o apetito del sujeto. El sujeto no se adecua al posible valor del objeto, no se entrega realmente al objeto, sino que, al contrario, pretende apropiarse de él para su disfrute y provecho. Este contraste muestra bien la oposición entre los dos modos de respuesta, entre las distintas actitudes que encarnan. En la respuesta a lo valioso encontramos aquella trascendencia de la persona; en la que se da a lo subjetivamente satisfactorio el sujeto se mantiene en su esfera inmanente en cuanto que no sale de su propia dinámica e intereses. En realidad hay que decir que al responder de ese modo no responde realmente al objeto, puesto que no atiende a ninguna importancia intrínseca de él. Por eso dice Hildebrand que lo sólo subjetivamente satisfactorio es una categoría de motivación imperfecta o falsificadora.

Antropología filosófica

En cuanto a la concepción de la persona humana, puede decirse que la aportación de Hildebrand se centra en tres puntos: la metafísica de la persona, la descripción de su actividad psicológica y su consistencia moral.

Sustancialidad de la persona humana

La idea metafísica que Hildebrand se hace de la persona humana es la de una sustancia. El autor recuerda que la característica constitutiva de la sustancia es, desde Aristóteles, su subsistencia —en contraposición a los accidentes— su ser en sí y por sí misma. Lo cual corresponde sin duda a la persona como sujeto de sus vivencias o actos; la persona es en sentido propio e independiente, mientras que sus actos son sus accidentes, ya que sólo pueden ser en la sustancia. En esto, Hildebrand se aparta de Scheler, quien huía de calificar a la persona humana como sustancia —sin llegar tampoco a entenderla de modo puramente actualista— por parecerle que este concepto clásico conllevaba también la idea de invariabilidad. En efecto, la filosofía empirista había difundido la tesis de que la noción clásica de sustancia es la de lo permanente en el sentido de lo invariable, y la de lo incomunicable en el sentido de carente de relación. Y siendo así que la filosofía moderna subraya con fuerza el desarrollo y la relación como rasgos esenciales de la persona humana, resulta muy tentador el rechazar el calificativo de sustancial para ésta. Hildebrand, en cambio, advierte que subsistencia no implica ni invariabilidad ni opaco enclaustramiento, y por ello entiende que la atribución de la sustancialidad a la persona no la rebaja a cosa física, sino que la ennoblece como ser que posee en sí su propio ser, un ser que puede a la vez existir dinámica y relacionalmente.

En otras palabras, por mucho que la persona se distinga y eleve sobre el resto de las sustancias, comparte con ellas el poseer su propio ser y el no ser en otro; de lo que se trata es de hacer justicia, a su vez, a eso que hace que la persona resalte de modo tan sobresaliente respecto de lo no personal.

Pues bien, Hildebrand percibe igualmente la peculiaridad de la persona humana respecto de las demás sustancias que encontramos en nuestro mundo. Aunque formalmente, en rigor, el ser sustancia no admite grados: o se es o no se es sustancia, este fenomenólogo sostiene que el ser sustancia puede realizarse en grados diversos según el carácter de “todo” unificado del ente en cuestión. Así, las cosas inanimadas o puramente materiales son sustancias, separadas del resto, pero no resulta abusivo considerarlas como partes de otras sustancias mayores e incluso de la naturaleza física en general: su carácter sustancial es débil y meramente cuantitativo. Los seres vivos no espirituales son sustancias en un sentido más perfecto. Poseen una unidad interna de sentido y actividad; sólo se dejan subsumir como partes de un todo mayor hasta cierto punto. Las personas son sustancias de una manera eminente o plena. Ella posee su ser y sus accidentes (sus actos conscientes) de una manera íntima y significativa. La persona posee intimidad, y eso la convierte en el tipo de ser que subsiste de la manera más perfecta. Por ello la persona nunca es mera parte de un colectivo, su intimidad es incomunicable de modo último.

Sin embargo, no olvida Hildebrand que la intimidad humana es consciente e intencional, o sea, es una inmanencia que se contiene a sí misma y a algo otro. La inmanencia de la subsistencia humana es al mismo tiempo trascendencia, tanto cognoscitiva como volitiva y afectiva. Por tanto, la persona es también relación. La expresión más plena de esto es el amor —cuya esencia estudia Hildebrand en un largo ensayo con un detalle sin precedentes. En el amor, la inmanencia y la trascendencia crecen o menguan juntas. De esta manera, la persona puede trascenderse y relacionarse máximamente en comunidad sin perder su identidad e intimidad sustancial; más aún, perfeccionándola. Este pensador de formación fenomenológica se sitúa, entonces, dentro de un aspecto fundamental de la tradición metafísica más amplia.

Clasificación de las vivencias humanas

Como es de esperar en un fenomenólogo, Hildebrand propone una clasificación de las vivencias humanas distinguiendo fundamentalmente entre las no intencionales y las intencionales. Estas últimas consisten en una relación racional y consciente entre la persona y un objeto (como la alegría por algo); en cambio, en las no intencionales no se da tal relación significativa, sino simplemente causación opaca (como la simple euforia).

Entre las no intencionales pueden encontrarse, según él, tendencias teleológicas y lo que denomina “meros estados”. Las tendencias teleológicas son fenómenos que se desarrollan en nosotros según una dirección inmanente y asignificativa (como la tendencia a la conservación del individuo o de la especie mediante la nutrición o la reproducción, respectivamente). Los meros estados, por el contrario, no poseen una dirección inmanente: son causados por un objeto o situación (como en el ejemplo de la euforia).

Las vivencias intencionales pueden consistir, o bien en la recepción de un objeto, o bien en una respuesta a él, siempre de modo intencional. En las receptivas todo el contenido está en la parte del objeto, es él quien nos habla y nosotros le escuchamos; en las respuestas el sujeto se siente lleno de contenido y se pronuncia espontánea o activamente sobre el objeto. Las vivencias receptivas más típicas son las percepciones cognoscitivas. Ellas son, además, la base de todas las otras vivencias intencionales. Pero también hay vivencias peculiares —que Hildebrand llama “el ser afectados”— en las que somos receptores de modo emocional (pero intencional, a diferencia de los meros estados) de algo como importante.

Las vivencias de respuesta son más variadas. La subjetividad humana puede responder intencionalmente a un objeto desde los tres centros espirituales de la persona (el entendimiento, la voluntad y el corazón): de un modo cognoscitivo, en la forma de los juicios; de modo volitivo, en la forma del querer propiamente (es decir, de querer realizar personalmente algo aún irreal); o de modo afectivo, en la forma general del agrado o del deseo (hacia algo ya existente o ante algo irrealizable).

Estas últimas respuestas, las afectivas, van a jugar un papel decisivo en el pensamiento de Hildebrand, porque constituyen un campo enormemente rico y sin el cual no es posible hacerse cargo de la profundidad y densidad de la vida moral humana. Es ésta, sin duda, una de las aportaciones fundamentales a la reflexión ética que ha venido del ámbito de la fenomenología ya desde Brentano, denunciando el error —sobre todo empirista— que supone relegar los fenómenos afectivos a una clase en la que reine el relativismo, la ceguera de lo no intencional y la completa pasividad por parte del sujeto. En las respuestas afectivas, según Hildebrand, no campea el relativismo y la arbitrariedad, sino que constituyen auténticas vivencias superiores, espirituales, racionales y significativas, y por consiguiente también morales (como la indignación frente la injusticia, la gratitud ante la benevolencia ajena o la veneración hacia lo santo; o como el odio o el desprecio). Lamentablemente, el uso habitual del lenguaje no nos ayuda mucho, pues la ambigüedad de términos como “afecto”, “deseo”, “preferencia”, “sentimiento” o “emoción” no favorece la claridad psicológica que se necesita. Es verdad, por otra parte, que estas respuestas afectivas van acompañadas de la sanción o consentimiento de la voluntad, pero ellas mismas no son propiamente voliciones.

Y hay aún otra diferencia que Hildebrand descubre en el seno de las vivencias intencionales de respuesta según su diverso grado de profundidad y permanencia: las llamadas respuestas “actuales” y las “sobreactuales”. Las primeras están limitadas esencialmente en su existencia a la vivencia consciente (como el desagrado ante un dolor de cabeza), mientras que las segundas poseen por esencia una existencia más allá de su ser vividas actual y conscientemente (como el amor que tenemos a una persona). El primer fenómeno existe mientras se vive, y si se repite aparece como una nueva entidad; el segundo permanece siendo una única entidad aun cuando sólo se actualice ocasional y diversamente.

La libertad, las dimensiones morales y el conocimiento moral humanos

A la vista del entero panorama de las vivencias humanas, Hildebrand trata de localizar y describir aquellas que pueden calificarse como morales. Fundamentalmente, afirma —de acuerdo con toda la tradición filosófica— que lo moral es lo libre. Y otra aportación de este filósofo es su énfasis en que la libertad se da de diversas maneras. De modo directo y pleno son libres los actos voluntarios, sobre ellos ejercemos un dominio e imperio inmediato. Pero también hay otras formas de la libertad: la cooperadora y la indirecta. La cooperadora consiste en tomar postura mediante la aprobación o el rechazo de vivencias que encontramos ya existiendo, espontáneamente, en nuestra subjetividad (como cuando, por ejemplo, aprobamos la alegría natural ante un suceso afortunado, o cuando rechazamos un movimiento espontáneo de envidia ante un éxito ajeno que nos desfavorece). La libertad indirecta se endereza no ya a vivencias que existen en nuestro espíritu, sino más bien a crear las condiciones, en la medida de lo posible, para el surgimiento de nuevas vivencias que no está directamente en nuestro poder crear (como cuando, por ejemplo, trato voluntariamente de dirigir la atención de mi mente hacia sucesos beneficiosos, procurando así indirectamente que surja en mi espíritu un sentimiento de alegría o esperanza, y desaparezca, acaso, un estado de tristeza). En realidad, más que de formas de libertad, se trata de formas de su influjo y alcance; pero de unas formas capitales para abarcar todo el ámbito moral humano y, sobre todo, la entera tarea del progreso moral.

De esta manera, Hildebrand dibuja el campo de la moral según tres grandes esferas. La primera es la de las respuestas de la voluntad o las acciones en sentido estricto. La segunda comprende las que llama “respuestas concretas”, entendiendo con ello dos clases de respuestas: las respuestas volitivas que no conducen a la acción y las respuestas afectivas (como el arrepentimiento, el amor, la esperanza, la veneración, la alegría; o actos como el perdón o el agradecimiento). La tercera esfera de la moralidad es la formada por las cualidades permanentes del carácter de una persona, es decir, por el ámbito de las virtudes y de los vicios, que Hildebrand entiende como respuestas sobreactuales a un valor. Se trata de actitudes de respuesta vivas, activas, y a la vez permanentes. Ellas son las que definen más profundamente la calidad moral de la persona y consisten en auténticas opciones fundamentales por los valores, que naturalmente no disminuyen el valor de las acciones concretas sino que buscan manifestarse en éstas. Así, la base y raíz de la vida moral es la decisión general y sobreactual de ser moralmente bueno, de responder adecuadamente a lo valioso, en contraste con respuestas inconscientes o superficiales.

Verdaderamente, Hildebrand se anticipó a la reivindicación de la virtud (y de los sentimientos) de la que diversos pensadores se han hecho portavoces (desde G. Abbá hasta A. MacIntyre). Este fenomenólogo ve en la reducción de la ética moderna a la sola acción ocasional uno de los lastres más importantes a la filosofía moral de los últimos siglos, tanto de signo empirista como kantiano.

Filosofía de la comunidad y del Estado

Hildebrand se dedicó desde muy pronto a la reflexión sobre la comunidad humana y sobre el Estado, interés compartido también por A. Reinach y E. Stein. Son muy lúcidas —y en buena parte aún por descubrir— sus detalladas investigaciones fenomenológicas sobre la esencia y el valor de la comunidad, sobre las formas de la comunidad y sus esferas de sentido, sobre los niveles o planos del contacto espiritual entre los miembros de la comunidad, las diversas categorías del amor, los elementos formales y materiales de la comunidad y la mutua relación de los tipos clásicos de comunidad.

De entre todo ello, quizá los mayores méritos de Hildebrand en este campo sean, en primer lugar y adelantándose a muchos pensadores posteriores, evitar tanto una comprensión individualista e insolidaria del individuo, es decir, sin la referencia esencialmente humana de cada uno a la comunidad, como asimismo cualquier modo de absorción colectivista de la persona individual en la comunidad. La segunda gran contribución concierne al modo de concebir la comunidad entre personas de manera que quepa percibir en ella una unidad real óntica, distinta de esas personas individuales, gracias al vínculo amoroso entre ellas. Esto le permite analizar con precisión las estructuras y aspectos formales de la comunidad (en general y en sus tipos principales) irreductibles a los actos que la constituyen. Preocupado por las exigencias de su tiempo (cuando avanzaban el nacionalsocialismo, el fascismo y el comunismo), pero con unas investigaciones esenciales —y, por tanto, intemporales—, Hildebrand se detiene con detalle en el esclarecimiento de la escala de valores correcta y falsa de una comunidad, analizando también las relaciones entre las dos. Además, el autor se centra asimismo en las formas de comunidad más amenazadas por influjo del individualismo: la comunidad más nuclear (la familia) y la comunidad religiosa (la Iglesia).

==Teoría del conocimiento==Como también es de suponer en un filósofo de formación fenomenológica, la teoría del conocimiento constituyó una de sus principales ocupaciones. Hildebrand describe finamente la naturaleza del conocimiento en general, pero aquí nos centramos en su análisis del conocimiento concretamente filosófico, a diferencia del prefilosófico.

El conocimiento filosófico

La raíz de las notas del conocimiento en general es la evidencia plena de la esencia de lo conocido. Una evidencia que no es sino la donación del objeto de manera que permita idear generalizaciones y proponer juicios universales. Pero ciertas generalizaciones no son propiamente filosóficas por no surgir de evidencias plenas, sino limitadas o inadecuadas, y los juicios resultantes de este último género de donación del objeto son prefilosóficos. Para la descripción del conocimiento filosófico, Hildebrand se sirve, entonces, de la aclaración de la evidencia plena mediante la nota de la universalidad y de otra que le va aparejada pero de sentido distinto, la necesidad. La universalidad se refiere a la necesidad formal de lo genérico respecto a los individuos (una necesidad formal del juicio); mientras que la necesidad es la no contingencia de la verdad misma juzgada (una necesidad interna del objeto).

Pues bien, el conocimiento será propiamente filosófico cuando atienda a la necesidad interna del objeto, más que a la formal de la universalidad del juicio. Y ello por dos razones. Primera, porque el conocer filosófico, por sistemático, busca la fundamentación, lo radical, y es del todo claro que la necesidad del objeto es la fuente y razón de la necesidad del juicio. Segunda, porque lo propio del conocimiento filosófico es la donación plena de la esencia misma del objeto, y no la formalidad externa que consiste en su posibilidad de extensión a casos particulares.

Pero si se acerca la mirada a los juicios universales en la medida en que muestran la necesidad interna de su objeto, se encuentra de nuevo otra diferencia importante: el objeto de un juicio puede ser internamente necesario bien por su constitución natural fáctica (como el que el calor dilate los cuerpos), bien por su esencia inteligible en cuanto tal (como el que los valores morales presupongan un ser personal). En el primer caso se trata de una necesidad basada en la observación sensible, no absoluta en cuanto que lo contrario no es absurdo; por ello se dice que es la necesidad natural de lo contingentemente dado. En el segundo caso, en cambio, la necesidad se basa no en la naturaleza considerada fácticamente, sino en su esencia inteligible, de modo que lo contrario aparece como un patente absurdo. Y puesto que la filosofía aspira a ser un conocer último y radical, necesario de modo absoluto, se ocupará de necesidades como la última considerada, dejando a las ciencias naturales las relativas a la contingencia del mundo.

Así, Hildebrand define el conocimiento filosófico como aquél que contiene necesidad esencial en sus juicios; aquel que consiste, en definitiva, en una intuición esencial: un conocimiento que, por el hecho de no necesitar confirmación empírica, lo llama conocimiento a priori. Esta expresión denota, ciertamente, independencia de la experiencia, pero este autor distingue enseguida y con nitidez dos clases de experiencia: las llamadas “experiencia de existencia” y “experiencia de esencia”. Se trata de dos contactos cognoscitivos distintos. El conocimiento filosófico se mueve en la dirección de la esencia, no de la existencia; y, en su validez, es independiente de la experiencia de existencia, no de la experiencia de esencia. Naturalmente, no puede haber experiencia de esencia alguna sin una donación perceptiva de ésta, pero esa donación no tiene por qué ser de presencia actual, puede obtenerse en el recuerdo, en la imaginación e incluso en la alucinación.

El objeto del conocimiento filosófico

Al campo de objetos del conocimiento a priori Hildebrand lo denominará asimismo —siguiendo a Reinach— como lo a priori sin más, llegando a preferir hablar del conocimiento de lo a priori a hablar del conocimiento apriórico. Este sencillo hecho no es una mera denotación, sino que ilustra cabalmente el predominio ontológico, frente al gnoseológico, de la orientación filosófica de estos autores.

Como el conocimiento filosófico se da y desarrolla en la dirección de la esencia, Hildebrand procede a observar los tipos de esencia para delimitar el campo de los objetos del conocimiento filosófico. Y lo hace considerando los tipos de esencia según los tipos de unidad que se dan en los seres, una nota ciertamente formal, pero intrínseca y altamente significa de su consistencia. Esos tipos o grados son tres. Primero, las unidades casuales, es decir, la unidad de un conjunto cuyos elementos se encuentran relacionados sólo fáctica y accidentalmente (como un montón de piedras). Segundo, la unidad que llama de “tipo auténtico”, esto es, formas ya intrínsecas, unas quididades de sentido consistente (esencias como el agua, el oro o el león); de ellas cabe definición genuina, pero dependen completamente de la experiencia del mundo tal como es contingentemente o de hecho. El grado superior de unidad son las unidades esencialmente necesarias, esencias que se nos dan de modo pleno (como la esencia del ser viviente, de triángulo, de persona, del amor, o de rojo). Al buscar una región ontológica donde situar este último género de objetos, Hildebrand los califica como modos de ser “ideales”; significando aquí únicamente que son de una naturaleza esencialmente necesaria, válida con independencia de toda posición y circunstancia existencial.

De esta manera, el objeto del conocimiento filosófico se orienta primordialmente a las esencias necesarias o ideales. Primordialmente porque, no obstante, no todo lo a priori interesa a la filosofía, y además hay hechos no a priori que son objeto de conocimiento filosófico, entre los que se encuentran muchos hechos moralmente relevantes. Aquí Hildebrand recurre a su noción fundamental axiológica, afirmando que a la filosofía le interesa todo lo que posea una “importancia central”, bien por la universalidad e importancia estructural del objeto, bien por la densidad de su contenido.

El método filosófico

A la vista de lo anterior, Hildebrand concibe el conocimiento filosófico como eminentemente intuitivo y trascendente, oponiéndose con detalladas argumentaciones a todo inmanentismo y subjetivismo, sea éste de corte relativista o de corte idealista. En sus dilucidaciones, resulta particularmente original la finura de las distinciones entre los diversos sentidos en que algo puede llamarse “subjetivo”, referidos tanto a los actos del sujeto como al objeto de dichos actos.

También se ve Hildebrand en la necesidad de defender la intuición esencial frente a otras sospechas y objeciones: ante la acusación de presunto idealismo, pues con este método no se rechaza lo real ni se postulan unas ideas subsistentes allende la realidad; ante el temor de que la intuición intelectual se distancie de la realidad concreta y viva, ya que, por el contrario, es la que penetra más íntimamente la realidad; ante la objeción de irracionalidad, pues se trata de inteligibilidad de sentido y valor; y ante el reproche de incontrastabilidad, porque la donación de lo evidente no es que no pueda contrastarse de otro modo, sino que no lo necesita.

Pero Hildebrand plantea, entonces, la pregunta por la causa de tanto desacuerdo en la filosofía, que presuntamente trata de evidencias. La cuestión la plantea sobre todo en contraste con la aparente certeza y unanimidad en las ciencias experimentales. Sin embargo, según él, esa supuesta prioridad de las ciencias experimentales no es tal. En primer lugar, porque la evidencia intelectual no es menos segura que la percepción externa, antes bien es al contrario. En segundo lugar, porque en la filosofía se pretende más profundidad y certeza que en las demás ciencias, pues se tiene por la ciencia más fundamental y necesaria. Y en tercer lugar, porque, en realidad, lo controvertido en filosofía no son tanto las intuiciones esenciales cuanto las hipótesis y superestructuras que algunos filósofos construyen injustificadamente sobre éstas.

A pesar de todo, es innegable que no parece fácil la coincidencia de los filósofos aun en muchas intuiciones esenciales. Pero la razón de este hecho es más compleja, pues tiene una doble raíz, intelectual y moral. Intelectual porque para la intuición apriórica, como para toda percepción, hace falta un órgano apto para ello, y tratándose del modo de conocimiento más perfecto y penetrante, dicho órgano debe estar especialmente afinado, cosa que no siempre sucede. El componente moral se refiere a las disposiciones suficientes tanto para ver en su plenitud, también de valor, una esencia, como para aceptar los resultados que la penetración intelectual ofrezca y exija. Ello tiene lugar en la medida en que objeto de la filosofía es también y sobre todo aquello que afecta y compromete el sentido de la propia existencia.

Influencia en el pensamiento religioso

Hildebrand fue, además de filósofo, un apasionado defensor de la fe católica desde su conversión, y es bien conocido como tal. Desde muy pronto dedicó estudios a la profundización de la doctrina cristiana y a su defensa frente a abusos por parte de la autoridad (como en la época nazi), o por parte de la relajación moral y de la incomprensión del misterio cristiano.

Son acaso tres las formas de influencia de Hildebrand en el pensamiento religioso. Primera, las obras sobre la liturgia y el amor matrimonial y sobre la sexualidad en general. En ellas el autor pretende siempre resaltar, de acuerdo con su entero pensamiento axiológico, la peculiaridad y sublimidad de los valores de lo sagrado y de la pureza, integrada ésta en el valor de la dignidad humana. Los valores y su jerarquía constitutiva eran siempre la guía de su pensamiento y discurso, así como el enriquecimiento de la persona cuando se pliega y entrega a ellos.

Fueron muchos los padres conciliares del Concilio Vaticano II (entre ellos Karol Wojtyla) que leyeron esos escritos antes de la asamblea conciliar. La segunda forma tiene lugar precisamente tras dicho concilio y desde las ideas alumbradas antes, con la denuncia audaz y neta de los abusos y malinterpretaciones de la doctrina conciliar, así como defensa sin ambages de la moral sexual sostenida por la Iglesia en la encíclica Humanae Vitae. Todo ello le acarreó no pocas críticas y silenciamientos, que sin embargo no le doblegaron. No obstante, tal vez sea más conocida su influencia, en tercer lugar, como autor espiritual, gracias a su profunda obra Nuestra transformación en Cristo y a otros escritos sobre la santidad, y no menos también en virtud de la ejemplaridad de su vida.

Fuentes