Francisca Rivero Arocha

Francisca Rivero Arocha
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Francisca Rivera Arocha.jpg
Primera negra cubana que se hace médico.
NombreFrancisca Rivero Arocha
Nacimiento21 de noviembre de 1896
Manzanillo, Granma, Bandera de Cuba Cuba
Fallecimiento9 de julio de 1992
La Habana, Bandera de Cuba Cuba
NacionalidadCubana
Otros nombresPanchita
CiudadaníaCubana
OcupaciónMédico

Francisca Rivero Arocha, Panchita. Primera mujer de la raza negra que en Cuba se hace médico. Madre del destacado luchador del Ejército Rebelde Pity Fajardo.

Síntesis biográfica

Niñez, infancia y juventud

Actualmente ciudad cabecera del municipio del mismo nombre y la segunda urbe en importancia de la actual provincia Granma —después de Bayamo—, en Manzanillo nació Francisca Rivero Arocha (Panchita) el 21 de noviembre de 1896, en la casa marcada con el número 251 (hoy 307) de la calle Luz Caballero, entre Enrique Loynaz y Quintín Bandera.

Sus padres fueron Amalia Arocha y Manuel Rivero, quienes formaron una familia integrada por cinco hembras, la segunda de las cuales era Panchita. En entrevista al periodista Mariano Rodríguez Herrera(1), ella precisa: «En efecto, soy hija de tabaquero. Manuel mi padre, tenía una pequeña fábrica, nombrada La hoja de Yara. Hombre de ideas avanzadas para la época que le tocó vivir, quiso que las cinco hijas estudiaran, aunque tuvo dos varones, éstos murieron. Repetía una frase que daba la medida de su carácter enérgico: “El cazador que no tiene perros, caza con gatas”. A los cuatro años me tomó de la mano y me llevó para la escuela. Tímida, sentada en un taburete, aprendí mis primeras letras. A los 14 años, yo debía dejar la escuela de monjas, donde mi padre me puso pese a ser completamente ateo; pero Las Servias de María era la mejor escuela de Manzanillo para niñas, y yo debía ir a una buena escuela. No quería que yo cocinara, ni lavara, ni planchara, y como a mí tampoco me gustaban esos trabajos ‘femeninos’, pues todo iba bien. Ahí él le pregunta a uno de los profesores si creía que yo podía seguir estudiando; y aquel hombre, un cura, le contestó que yo era inteligente, que podía estudiar lo que quisiera».

El ambiente hogareño era propicio para la cultura y el arte; así la morada de los Rivero Arocha era frecuentada por cultores manzanilleros de diferentes manifestaciones artísticas que, con los años, se convertirían en verdaderas figuras de la intelectualidad cubana tales como el poeta Manuel Navarro Luna y el cantautor Carlos Puebla. Quizás fuera por eso, que las niñas se inclinaran hacia la práctica de diferentes manifestaciones culturales: Susana, la mayor, tocaba el piano; Panchita era aficionada a la fotografía y Enma, la penúltima, a la literatura.

Apoyado en la madre, el padre se mostró interesado siempre por garantizar que de las cinco, se instruyera especialmente la joven Panchita, quien había nacido aquejada de cifoescoliosis.

Después de vencer la primaria y el bachillerato, para comenzar estudios superiores, ella partiría en 1915 rumbo a La Habana de la mano de Manuel.

«Primero matriculé Farmacia, pero luego un amigo de mi padre, Miguel Ángel Valiente, nos dice que mejor cogía Medicina, que él podía resolver el traslado de matrícula. Y así fue. En mi curso sólo éramos tres muchachas: (Ana) María Teresa Valdés (Cosculluela), Dulce Esperanza Martínez (Franque) y yo. Ellos, los varones, nos miraban con ciertas reservas; pero en general nos acogieron bien, aunque en ese tiempo la discriminación por la mujer era muy fuerte».

En esa propia entrevista, Panchita precisa que estuvo un tiempo viviendo con un matrimonio amigo hasta que se fue a residir donde el joven que le había aconsejado estudiara medicina. «Era por el parque Trillo y ahí permanecí todo el tiempo de mi carrera universitaria».

Más adelante se refiere al desenvolvimiento docente, la incipiente, pero ya ostensible discriminación que sufrían las muchachas, y las relaciones con el personal académico: «Los estudios eran durísimos. Nosotras por muy brillantes que pudiéramos ser, se nos prohibía ser alumna internas, y con los profesores no hablábamos. Ellos se mantenían a “distancia” como seres superiores e intocables. Eso se equilibraba con el trato y la amistad que poco a poco fuimos haciendo con nuestros compañeros, atentos y cariñosos, a medida que nos iban tomando amistad».

Otro problema que confrontaban entonces los aspirantes a médicos era la práctica hospitalaria, ante lo cual Panchita decidió su propio rumbo. Por eso narra: «Sólo en las clases teníamos oportunidad de estar en contacto directo con los enfermos. Visto que me iba a graduar sin otro elemento que la teoría, hablé con un pariente mío, que era interno en el Calixto García, y él me consiguió un permiso especial para visitar la sala San Martín y poder relacionarme con los enfermos».

Para ella cualquier situación era soluble; sin embargo, en 1917, la vida le reservó un mal momento. Estaba estudiando, recuerda, «cuando recibo el duro golpe de la muerte de mi padre por fiebre tifoidea, enfermedad endémica en Manzanillo. No obstante, mi buen padre fue tan previsor que lo dejó todo organizado para que, a través del almacenista que le proporcionaba el tabaco en rama, yo siguiera recibiendo puntualmente mi mesada para poder estudiar y vivir. Incluso hipotecó la casa antes de morir».

La Doctora Rivero

Después de graduada como médico (era entonces una de las tres mujeres de Cuba —y la primera negra— que concluyeron dicha carrera) retorna en 1920 a su pueblo natal. Esa vuelta a su ciudad ella la rememora de esta manera:

«Naturalmente, regresé junto a los míos, a Manzanillo, donde por otro lado hacía falta médicos. Compré algún instrumental, una mesa de reconocimiento, una vitrina y desalojé los tabacos para otro local cercano, y puse en mi casa el consultorio. Consultorio al que no venía nadie, y cuando venían, se iban, porque, según sus propias palabras, buscaban un médico, no una médico. No les pasaba por la cabeza, una mujer médico, pues sencillamente jamás habían visto una».
«durante 32 años fue la única doctora en Medicina ejerciendo en la bella ciudad del Golfo del Guacanayabo».

En Manzanillo no es conocida por nadie, pues dudaban de su título, incluso, los que la conocían, que sabían de sus estudios universitarios…

«Aquello tenía su lado cómico… porque cuando me veían personalmente, no podían pensar que yo fuera otra cosa que una “recogedora”, mujeres a las que se les llamaba así porque sin ser comadronas graduadas, ayudaban al parto, recogían a los recién nacidos».

Era difícil para los profesionales salidos de la Universidad incorporarse a la vida laboral. En otro trabajo periodístico, Pachita habla de la situación de un médico acabado de graduarse en aquellos tiempos.

«No es como ahora que tiene todos los medios para prepararse y al final cuenta con un puesto seguro. Yo entonces no podía optar por una plaza de médico municipal, al no disponer de la recomendación de un politiquero, pero tampoco podía montar consulta, porque no contaba con los medios financieros ni la clientela necesaria, pues la miseria entre la gente humilde era espantosa».

Durante muchos años recordaría a la primera persona que pidió sus servicios como médico: su vecina Alí, quien había visto muchas veces su titulo colgado de la pared «y no podía dudar de su autenticidad… y traje al mundo su niño, lo que me causó mucha alegría y una sensación de enorme bienestar en el pecho».

Alí vivía al lado de su casa y aquello resultó para la joven médica algo verdaderamente insólito.

«la gente pobre en estos trances acudía siempre a las comadronas, más que por tradición, por la paupérrima situación de la salud pública, limitada exclusivamente a la escasa y mala asistencia brindada por la Casa de Socorros y el Hospital Civil, y unido a ello lo caro del servicio médico particular».

Es así como se hace de una incipiente clientela, especialmente de mujeres que la iban a buscar para que las parteara.

«Me fui volviendo ginecóloga, aunque realmente los médicos en aquel tiempo hacían de todo. No había especialidades. Éramos todos de medicina general. El que no tenía imaginación y valor para afrontar cualquier caso, no era un buen médico».

Y ponía como ejemplo la inexistencia de estetoscopio el que, explicaba, se suplía poniendo directamente el oído sobre el pecho del paciente o sobre la espalda, para escuchar posibles anomalías respiratorias. También hacerle preguntas al enfermo, aunque se hacía difícil si se trataba de niños pequeños que no sabían hablar. Entonces había que usar toda la imaginación para lograr que el pequeño indicara donde tenía el problema. Otra cosa era la cirugía, que ella misma practicó en condiciones tremendamente delicadas; o hacer un parto a la luz de un mechón, a veces, un parto difícil sin otra cosa que la teoría sobre el caso que se le presentaba…

Cuando hacía un recuento de todo lo hecho en la profesión, señalaba que había sido médico municipal, atendido heridos.

«También hice autopsias, porque una nunca podía decir de esto no conozco, o no me atrevo… y sin imaginación y audacia, no podía salir adelante…»

La doctora Fajardo trabajaba junto a su cuñado, el también médico Juan Fajardo. Por el emplazamiento de la consulta, muy próxima al insalubre barrio El Manglar, comienza a atender a los pescadores del litoral y a sus familiares, que componían casi la totalidad de los habitantes del lugar, a quienes consultaba gratis, tampoco les cobraba los partos ni demás servicios médicos.

Luego de nombrada en el Hospital Civil de Manzanillo mantuvo siempre esa relación con la gente humilde. En ninguno de los dos lugares de trabajo preguntaba a un enfermo si traía dinero o no. Incluso si no le preguntaban, ella nunca decía el precio de la consulta particular, que era un peso.

«Vi a muchos niños morir sin poder hacer nada por salvarlos, pues no contaba a veces ni con los más imprescindibles medios para atenderlos. En los barrios de los pescadores me sucedió con frecuencia esta tragedia: allí los pequeñitos morían desnutridos, por gastroenteritis y otras terribles enfermedades, tirados en un rincón del bohío de piso de tierra, hechos unos montoncitos de huesos envueltos en unos trapitos».

Durante los años 30 cuando nació su hijo Pity, la situación de los desposeídos se hizo aún peor. Eran los tiempos de la presidencia de Gerardo Machado y a ella la dejaron cesante en el Hospital Civil, pero a la caída del tirano, en agosto de 1933, y gracias a su prestigio profesional y tesonera labor, la doctora Rivero llegó a dirigir el Hospital Civil de Manzanillo, un viejo barracón de las tropas colonialistas españolas convertido —a duras penas— en centro asistencial, con pésimas condiciones higiénicas y un exiguo presupuesto.

«El trabajo en aquel hospitalito por parte de los médicos que allí laboraban era como el de un mago. Había que hacer lo que se presentaba: anestesista, cirugía, ortopedia… en fin, de todo. Era necesario trabajar a fuerza de audacia e iniciativa».
«Años más tarde fui nombrada directora para convertirme en la primera mujer en Cuba que ocupara una responsabilidad semejante. Por el 40, por un tiempito, también fui jefa local de sanidad de mi pueblo».

Pero además, Panchita desarrolló una importante labor como docente. Según sus propias palabras, le gustó mucho trabajar en la Escuela del Hogar, centros educacionales donde en correspondencia con su nombre, se enseñaba a las muchachas distintos conocimientos relacionados con la familia. Allí impartió la asignatura puericultura, primeros auxilios y cómo cuidar enfermos.

La luchadora social

En la Casa de Cultura de Manzanillo

Similar situación presentaba la salud pública en la zona rural de Manzanillo y las zonas montañosas que Panchita en sus testimonios calificara de triste y bochornosa. « (…) de allá (de la Sierra Maestra) bajaban cuando ya era inminente la muerte, el enfermo y sus familiares, después de acudir a los “milagros”, veían una tablita de salvación en el médico. Tras reunir unos centavos o entregar la cédula a un politiquero para que le consiguiera una cama en el hospital, entonces se les veía por los angostos senderos serranos con el paciente en una parihuela al hombro».(8)

Participó en los reclamos porque se le concediera el derecho al voto a la mujer lo que finalmente se alcanzó en 1936. Especialmente con el doctor Enrique Soto, médico del Hospital Civil, hizo campaña con tal objetivo. En cada casa que visitaba para curar, para inyectar… hablaba a las mujeres. Recorrió los campos en su afán de explicar a las campesinas que no debían entregar su cédula a los maridos, ni dejarse presionar y votar —sin estar convencidas— a favor de cualquier político candidato a ocupar un puesto en los gobiernos municipales.

Resultó una gran comunicadora, facultad que utilizaba tanto en el tema político como sanitario. Sus prédicas de entonces, tienen mucha actualidad porque están en consonancia con el nuevo concepto sanitario que coloca al médico como un ente impulsor de todo una cultura de salud, que incluye no sólo la asistencia sino sobre todo la prevención.

Era muy común que insistiera con sus pacientes —particularmente los humildes, rodeados de peores condiciones materiales— en la necesidad de mantener la higiene en el hogar y sus alrededores; en beber agua potable, tapar los depósitos de basura para prevenir las enfermedades, en especial el parasitismo en los niños.

Entre otros de sus méritos está el haber sido fundadora en Manzanillo de la Escuela del Hogar.

En el momento de su hijo ingresar al Instituto de Segunda Enseñanza, ella es la secretaria de la Asociación de Padres y Amigos.

Con la batalla por la devolución de la campana de La Demajagua como símbolo patrio, el entonces estudiante de derecho Fidel Castro Ruz convulsiona a toda la Isla, particularmente al pueblo de Manzanillo, uno de los principales escenarios de aquel suceso. En las inmediaciones de aquella ciudad, se encuentra ubicado el otrora ingenio donde, el 10 de octubre de 1868, el Padre de la Patria, Carlos Manuel de Céspedes, con el tañer de la campana, había dado la libertad a sus esclavos para comenzar la primera etapa de la lucha por la independencia cubana del dominio colonial español. Panchita fue una activa participante de ese episodio.

Según coinciden en señalar varias fuentes testimoniales, los acontecimientos ocurrieron de la manera siguiente: En los primeros días del mes de noviembre de 1947, Alejo Cossío, Ministro de Gobierno durante el mandato presidencial de Ramón Grau San Martín, llegó a Manzanillo con el objeto de trasladar la campana de La Demajagua a La Habana, para utilizarla en un acto político con motivo del 10_de_octubre y del Día del Veterano. Cuando se encontraba en la Cámara Municipal gestionando el préstamo, irrumpió en el local César Montejo, quien era concejal por el propio Partido Auténtico, entonces en el poder, y seguido de una multitud de manzanilleros, se opuso enérgicamente a que este símbolo patrio fuera entregado para ser utilizado con fines politiqueros por aquellos que habían burlado sus compromisos con la población. La oposición popular fue tal, que Cossío regresó a La Habana sin conseguir su objetivo.

Este hecho alcanzó después mayor trascendencia cuando Fidel Castro, a la sazón sólo un joven de 21 años y vicepresidente de la Escuela de Derecho de la Universidad, planteó a la FEU la oportunidad de aprovechar el poder aglutinador y movilizador que por su alta significación histórica poseía la Campana, aprovechando a su vez la situación política existente —incluso conflictos entre el Presidente de la República y el jefe del Ejército—, para convocar un mitin. De esta manera se lanzaría el pueblo a una fuerte manifestación con el fin de destituir al Primer mandatario y constituir un Gobierno revolucionario.

«La dirección de la FEU acogió con entusiasmo la idea del joven dirigente estudiantil, y le encargó a él mismo la tarea de viajar a Manzanillo y solicitar la reliquia histórica. Fidel, acompañado de Lionel Soto, quien era vicepresidente de la Escuela de Filosofía, y dirigente de la Juventud Socialista Popular en la Universidad, hicieron la solicitud, la cual fue aprobada por el Ayuntamiento y los veteranos, custodios de aquel símbolo de rebeldía y libertad.

«El regreso a La Habana, con la Campana, lo hicieron los jóvenes estudiantes en el tren central. Con ellos viajaba Juvencio Guerrero, vicepresidente del Ayuntamiento y obrero tabacalero de militancia comunista y el presidente de la Asociación de Veteranos. En la estación terminal de La Habana cientos de personas recibieron la comitiva.

«Mientras Fidel y Lionel iban a Manzanillo, Alfredo Guevara, secretario entonces de la FEU, y un grupo de estudiantes, se ocuparon de conseguir las armas necesarias para apoyar el desarrollo del plan y custodiar la reliquia, pues no desconocían que las fuerzas del régimen tratarían de arrebatársela de un modo u otro. Así sucedió. La custodia de tan preciado objeto no se hizo según las orientaciones de Fidel, quien había aconsejado que permaneciera cerca de la Campana una guardia masiva, ya que la armada no bastaría, entre otras cosas, porque no estaban autorizados para portar armas dentro del recinto universitario. En un descuido de la vigilancia estudiantil, robaron la Campaña.

«Un sentimiento de rebeldía e indignación recorrió el país. En La Habana, la FEU convocó un mitin de protesta, donde se reunieron alrededor de 20 mil personas.

«En Manzanillo se sucedieron combativas manifestaciones. Todo el pueblo reclamaba la devolución del símbolo patrio. La fuerza armada trató de reprimir las demostraciones populares. Los manzanilleros levantaron barricadas para enfrentarse a la fuerza pública, que no vaciló en golpear a los manifestantes y, en una ocasión, hasta hirieron a un niño con sus disparos. En esta batalla participa Piti junto con su madre y su tía Amalia. Él no sólo se dedicaba a intervenir en los actos de protesta, sino que, cámara en mano, deja testimonio gráfico de los hechos.

«El 12 de noviembre, el Gobierno, ante la presión popular, se vio obligado a devolver la Campana de La Demajagua a su lugar de origen».(9)

La Dra. Rivero fue una de los tres fundadores de la clínica La Caridad junto con el Dr. René Vallejo Ortiz y su hijo Piti. Ambos médicos formaron el dúo de los primeros galenos que, con vituallas y material quirúrgico, colaboraron con el Ejército Rebelde que posteriormente integraron hasta alcanzar el grado de Comandante, el más alto conferido durante la lucha en la Sierra Maestra.

La Caridad prestaba servicios clínico-quirúrgicos de manera gratuita a los pobres y necesitados de Manzanillo. La clínica sirvió para que Panchita llevara a la práctica sus conocimientos científicos y pusiera de manifiesto su firmeza y calidad humana.

Después que, primero Vallejo y luego Piti, se marcharan para la guerrilla, ella se mantuvo vinculada a la lucha revolucionaria clandestina. Continuó los envíos hacia la Sierra Maestra de medicamentos, tabacos, informaciones y de vehículos —como ambulancias— necesarios para el traslado de enfermos y heridos, apoyada por su colaboradora y persona de confianza, a más de su ahijada y sobrina: Caridad Fajardo.

Tras el triunfo revolucionario del 1 de enero de 1959, la Dra. Rivero continúa su labor como médica y docente, al mismo tiempo desarrolla múltiples actividades. Resultó muy conocida entre las integrantes del pelotón Las Marianas que, integrado en su totalidad por mujeres, fuera fundado el 4 de septiembre de 1958, en La Plata, Sierra Maestra, por el Comandante en Jefe Fidel Castro, que les impartió su primer entrenamiento militar. La misión de llevarlas al combate recaería en el Comandante Eloy Suñol. Dos meses después el jefe de aquellas mujeres le escribiría a Fidel:

Tengo que decirle que después de haber sido uno de los opositores a la integración de tropas femeninas me encuentro hoy completamente satisfecho y lo felicito a usted una vez más porque nunca se equivoca. Quisiera que viera, aunque fuera en una película, para verle reír de satisfacción la acción de Teté principalmente y también las de sus compañeras, que a la voz de avance, mientras que algunos hombres quedaban rezagados, hicieron vanguardia con un valor y una seguridad que tiene que merecer el respeto y el reconocimiento de todo rebelde y de todo el mundo.

Precisamente a estas guerrilleras, después del triunfo de la Revolución, Panchita continuó ayudándolas impartiéndoles conferencias para que pudieran actuar como brigadistas sanitarias y contaran con los conocimientos necesarios para socorrer a la población campesina tan necesitada de servicios médicos.

También hizo las coordinaciones pertinentes para lograr que muchachos enfermos ingresaran para su curación en instituciones hospitalarias.

En muchas ocasiones acompañó a su hijo en la Ciudad Escolar Camilo Cienfuegos, en el Caney de Las Mercedes, cuya edificación él dirigió lo que, al decir de Fidel en las palabras de despedida de duelo, fue uno de los deberes que cumplió en la paz.

« (…) en el corazón de los primeros 500 niños de la Ciudad Escolar el nombre de Fajardo será siempre llevado con cariño. Lo cumplió como médico, como maestro, como soldado, Y el médico y el maestro cayeron al caer el soldado».

Panchita con una biznieta

Momentos importantes para la vida de Panchita, resultaron el nacimiento de sus dos nietas: Nidia Francisca y Débora. Al igual que a su hijo y a varios héroes de la Revolución Cubana, como Ernesto Guevara de la Serna (Che) y Juan Almeida Bosque, las pequeñas son objeto de la mirada atenta de la fotógrafo Panchita, que llevaba las imágenes hasta su término feliz, ya que contaba incluso con un pequeño laboratorio donde revelaba los rollos.

Esta afición también la enrutó hacia las causas sociales y cada vez que había una huelga de obreros o estudiantes; un acto político o de otra índole, tomaba fotografías. Ejemplo de esto son las instantáneas gráficas que hizo durante las horas que estuvo expuesto el cadáver del líder azucarero Jesús Menéndez, el General de las Cañas, en el local de Fraternidad del Puerto en Manzanillo donde fuera llevado luego del asesinato, el 22 de enero de 1948, en el momento de descender de un tren en la estación manzanillera del ferrocarril.


Panchita en la Revolución

Luego de un enfrentamiento armado, ocurrió la muerte de Piti, el 29 de noviembre de 1960, cuando se desempeñaba como Jefe de Operaciones del Escambray con la tarea de limpiar esa zona de elementos traidores y contrarrevolucionarios que hacían actos vandálicos contra vecinos y poblados.

Panchita mantuvo sus labores en pro del proyecto político-social por el cual su hijo había ofrendado la vida. Años después de este duro golpe, ella se trasladaría hacia La Habana, donde trabajará como médica asistencial en el Instituto de Ciencias Básicas y Preclínicas Victoria de Girón, cuyo alumnado le profesó cariño y admiración.

La Dra. Rivero siempre se mantuvo vinculada a Manzanillo adonde viajaba para —entre otras cosas— participar cada 29 de noviembre en las actos conmemorativos incluidas la peregrinación hasta la tumba de su hijo; inauguración de exposiciones fotográficas; exhibición de películas de carácter científico, veladas culturales…

Durante la recordación de 1962, Panchita recibió la distinción Manuel Piti Fajardo, que se otorgó por primera vez a trabajadores con 25 o más años de servicio en el sector de Salud. Tales precisiones aparecen en el boletín informativo Como va, editado entonces por la Casa de la Cultura de Manzanillo.

En febrero de 1984, Panchita recibió el título de Heroína del Trabajo de la República de Cuba. También se le confirió la medalla Ana Betancourt que otorga la Federación de Mujeres Cubanas.

Desde sus años juveniles, Panchita apoyó el movimiento sindical obrero —no sólo con su presencia sino hasta con recursos monetarios— y participó activamente en sus tareas. De ahí su amistad con Juvencio Guerrero, fundador en Manzanillo de la Central de Trabajadores de Cuba (CTC) y dirigente sindical durante toda su vida, y con Juan Luis Santana, otro consagrado al trabajo sindical y patriótico. En sus visitas a la ciudad natal, dice Amanda Enamorado, «nunca dejo de visitar a su mejor amigo con quien jugaba dominó y siempre se fajaba, Pepe Mendoza», fundador del Partido Comunista de Cuba, y con Paquito Rosales, primer alcalde comunista de Cuba. Otros de sus cercanos fueron César Vilar y el médico Enrique Soto, activo pol

Tumba de Piti Fajardo y Panchita Rivero

ítico que luchara arduamente a favor del derecho de la mujer al voto.

Entre sus grandes amigos estaba Juan Sariol, propietario de la imprenta El Arte y gran animador cultural; con cuya revista, Orto ella colaboraría. 

Según escribe la propia Amanda Enamorado, en ciertas ocasiones Panchita expresó: «Lo único que pido es cuando yo muera que me entierren aquí en mi tierra» y al lado de mi hijo. Para ello preparó condiciones en la tumba de Piti, para que también hubiera un lugar para ella. Por eso, al fallecer —el 9 de julio de 1992— en la ciudad de La Habana, sus restos son trasladados a su ciudad natal donde descansan junto a los del Comandante Manuel Piti Fajardo.


Citas y Notas.

1.- Hasta que no se aclare, los entrecomillados corresponden a: Mariano Rodríguez Herrera. Revista Bohemia, No 22, junio 1984 pp.6-9

2.- Entrevista al periodista Roger Ricardo Luis, periódico Granma, 26 de mayo de 1982.

3.- Idem

4.- Idem

5.- Idem

6.- Idem

7.- Idem

8.- Idem

9.- Marta Rojas: «El combate de Fidel por la reivindicación de la Campana de La Demajagua (noviembre, 1947)», en Antes del asalto al Moncada, Ediciones Unión, La Habana, 1979


Véase también

Fuentes

  • Fragmentos de un libro en preparación sobre la Doctora Francisca Rivero Arocha, de la autoría de María Grant (periodista y editora)
  • Enciclopedia Manzanillo 2007