Guerra química y biológica

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Guerra química y biológica
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Guerra química y biológica, método de guerra en el que se utilizan agentes biológicos o químicos tóxicos o incapacitantes para ampliar los objetivos de los combatientes. Hasta el siglo XX ese tipo de guerra estuvo limitada sobre todo a los incendios, los pozos de agua envenenados, la distribución de artículos infectados de viruela y el uso de humo para destruir o confundir al enemigo

Agentes químicos

Gases como el gas lacrimógeno, el gas cloro y fosgeno (irritantes de los pulmones) y el gas mostaza (que produce graves quemaduras) se utilizaron por primera vez en la I Guerra Mundial para romper el prolongado estancamiento de la guerra de trincheras; también se intentó utilizar el lanzallamas, pero en principio resultaron ineficaces por su corto alcance. Los adelantos técnicos y el desarrollo del napalm (compuesto de ácidos de nafta y palmíticos), una espesa gasolina que se adhiere a las superficies, condujo a un uso más amplio de armas ardientes durante la II Guerra Mundial.

Al final de la I Guerra Mundial la mayoría de las potencias europeas habían incorporado la guerra de gases en algún departamento de sus ejércitos, y Alemania había desarrollado en el periodo de entreguerras gases nerviosos como el sarín, que puede causar muerte o parálisis aplicada en pequeñas cantidades. A pesar de su disponibilidad, sólo Japón utilizó gases —en China — al producirse la globalización de la contienda. Después de la II Guerra Mundial el conocimiento de la producción de gases se hizo extensivo.

Desde la II Guerra Mundial se han utilizado gases como el lacrimógeno en guerras limitadas, por ejemplo en la guerra de Vietnam; también es empleado por la policía para reprimir motines. El uso de agentes más mortíferos, como el gas mostaza o nervioso, ha sido condenado por la mayoría de los países, aunque semejantes armas permanecen en arsenales y se cuenta con evidencias de que fueron utilizadas por Irak durante la Guerra Irano-iraquí, en la década de 1980, así como contra los asiáticos del norte de su territorio.

Varios compuestos químicos que alteran el metabolismo de las plantas y causan defoliación, como el agente naranja, se han utilizado en la guerra moderna en la jungla para reducir la cobertura del enemigo o privar a la población civil de las cosechas necesarias para su alimento. Tales agentes químicos, que se suelen lanzar desde el aire, pueden contaminar también el agua y los peces; su efecto a largo plazo sobre todo el ecosistema hace que resulten devastadores.

Guerra biológica

Varios países han desarrollado trabajos de diferente categoría sobre agentes biológicos para que fueran utilizados en la guerra. Seleccionados o adaptados a partir de microbios patógenos causantes de diversas enfermedades que atacan al hombre, a los animales domésticos o a las cosechas de alimentos vitales, tales agentes comprenden bacterias, hongos y virus o diversas toxinas. Los microbios patógenos que causan el botulismo, la peste, la fiebre aftosa y el honguillo del trigo se cuentan entre los muchos que pueden ser utilizados contra los ejércitos enemigos o las actividades económicas que les sirven de sustento. La ingeniería genética también ofrece la posibilidad de desarrollar nuevos virus contra los que se carece de medios para establecer una defensa previa.

La guerra biológica a larga escala se ha mantenido en un estado teórico, si bien en la década de 1980 se supo que Japón había utilizado agentes biológicos en China en las décadas de 1930 y 1940. Al comienzo de la década de 1980 surgieron controvertidas acusaciones de que la Unión Soviética en Afganistán, y Vietnam en Laos y Kampuchea (hoy Camboya) estaban usando toxinas fungicidas —en una forma llamada lluvia amarilla— como armas biológicas.

Diseminación y protección

Los métodos más primitivos de diseminar agentes químicos consistieron en su simple liberación de contenedores presurizados, tal como hicieron los alemanes durante la II Guerra Mundial. Esto obligaba a que su utilización dependiera del viento, si bien éste podía cambiar su dirección con frecuencia y lanzar los agentes químicos sobre las tropas propias o aliadas. Por tanto, los ejércitos buscaron formas mejores de proyectar estas armas, como morteros, artillería, cohetes, bombas aéreas y aspersores aéreos. Los agentes biológicos también pueden diseminarse mediante insectos o animales liberados en el área enemiga.

Sean cuales sean los medios de diseminación, es imprescindible proteger las fuerzas y poblaciones amigas. La mayoría de los países están desarrollando programas para la detección de agentes letales y su descontaminación; también se trabaja en el desarrollo de armas ofensivas cuyo almacenamiento y uso sea menos peligroso.

Las armas biológicas o químicas utilizadas en la guerra convencional o nuclear pueden desempeñar también un destacado papel en las futuras guerras de guerrillas o en acciones de sabotaje. En tales situaciones se acude a materiales tóxicos inertes —polvos, por ejemplo, que se activan al entrar en contacto con superficies húmedas como los pulmones— lanzados de forma subrepticia al aire de la ciudad desde vehículos en movimiento o desde buques en alta mar. Otra posible táctica es la de introducir toxinas solubles en las redes urbanas de suministro de agua.

Los agentes químicos y biológicos pueden ser utilizados en guerras limitadas. El hecho de que la producción de agentes químicos letales no exija una infraestructura industrial muy refinada los convierte en medios bélicos asequibles a los países del Tercer Mundo. El uso de armas químicas por Irak y la capacidad de guerra química por parte de Libia en 1988, incrementan el peligro que semejantes armas pueden originar. Es también materia de alta preocupación que ese tipo de armas caiga en poder de grupos terroristas, poseída cuenta de que cantidades mínimas de toxinas disueltas en agua o aire pueden dar lugar a una catástrofe de muy amplias dimensiones, como ocurrió en la década de 1990 en el metro de Tokio.

Control internacional

La Conferencia de La Haya de 1899 intentó poner fuera de la ley los proyectiles que transportaran gases venenosos; el acuerdo alcanzado duró sólo hasta la I Guerra Mundial. En 1925 la Sociedad de Naciones firmó en Ginebra un protocolo contra la guerra química y biológica; este acuerdo no fue ratificado por Estados Unidos hasta 1974. El tratado deja fuera de la ley la utilización bélica en primera instancia de semejantes armas, pero los países firmantes se reservan por lo general el derecho a utilizarlas en represalia. No es fácil conseguir acuerdos para la ilegalización de estas armas.

La Conferencia de Desarme de Ginebra planteó en 1971 un tratado contra la guerra biológica en su totalidad, que fue aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Unos 80 países firmaron la Convención sobre Armas Biológicas. Este tratado es único en la medida en que consigue que la mayor parte de los países reconozcan la ilegalidad de ciertas clases de armas. Su efectividad, sin embargo, está por aclarar en un terreno todavía más complicado por el progreso de la ingeniería genética. En la reunión celebrada entre George Bush y Mijaíl Gorbachov en junio de 1990 se firmó un tratado por el que tanto Estados Unidos como la Unión Soviética se comprometían a reducir sus arsenales de armas químicas. En mayo de 1991, 19 países industrializados se comprometieron a adoptar controles sobre la exportación de 50 agentes químicos utilizados de forma corriente en la manufactura de este tipo de armas. El Tratado de la Convención sobre Armas Químicas de 1993 prohibió la fabricación de armas químicas y restringió el comercio de las sustancias utilizadas en su producción. Todavía quedan 65 países sin ratificarlo.

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