La saga japonesa en el occidente cubano

La Saga japonesa en el occidente cubano
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Portada de la Guira.JPG
Portada de la Güira.
Fecha:1614
Lugar:Occidente de Cuba.
País(es) involucrado(s)
Bandera de Cuba Cuba
Bandera de Japón Japón
Ejecutores o responsables del hecho:
Emigrantes japoneses.


La Saga japonesa en el occidente cubano. A más de medio siglo de su llegada a Cuba, en lo más alto del alegre bohío de Matazo y Miyo, dos banderas, la de Cuba y Japón, unían sus astas de madera rústica con un simbólico lazo de amistad, anunciando la reunión de la Colonia Japonesa.

En Vueltabajo

La expresión más elevada de la supervivencia de la colonia japonesa en la república cubana fue la mono producción; morbosa situación que se mostró con toda su fuerza en los enormes latifundios cañeros que se extendían por casi toda la isla.

Existían plantíos que en tiempo de zafra, absorbían gran parte de la fuerza de trabajo del país. No existiendo muchas más opciones laborales por aquellos días, decenas de aquellos forasteros se concentraron en estas plantaciones, reduciendo sus vidas al sofocante calor del trópico y los maltratos del capataz.

Escalera que permite el ascenso a la casa de inspiración asiática en La Güira.

En las enormes fincas cañeras, a los braseros se le hacía vivir una experiencia parecida a la de los esclavos africanos del siglo XIX; pues, a pesar de lo bien intensas que eran las jornadas de trabajo, tenían que cubrir sus necesidades elementales como lo hacían aquellos hombres carentes de libertad. Solía ocurrir que casi de noche, realizaban el aseo personal en un río u otra fuente de agua natural más o menos distante del barracón.

Es por ello que, aún cuando los emigrantes japoneses recibían el impulso del derrotero que los trajo a Cuba, la crueldad de aquel empleo provocó que uno tras otro se las arreglaran para buscar ofertas menos tiránicas; y con el paso de los años, muy pocos quedaron trabajando en la industria azucarera; dejando las vacantes a los negros haitianos y jamaicanos.

Buscando oficios menos agresivos a la salud; algunos fueron contratados para animar el gusto de los acaudalados personajes de la época, y en tal empeño, aparece uno de los primeros intentos por recrear un ambiente oriental en el nuevo mundo; lo cual no tuvo parangón en Cuba hasta la construcción del hermoso Jardín Japonés de la Habana, después del triunfo de la Revolución.

José M. Cortina

La iniciativa fue respaldada por el abultado capital del senador José M. Cortina, aquel bohemio nacido en Bahía Honda, al noreste de provincia de Pinar del Río, en 1880. Dicho señor, además de tener el don de la palabra y los negocios jugosos, llegó a poseer una vasta cultura, enriquecida por el título de abogado que recibió 1906 y los frecuentes viajes que realizaba por todo el mundo.

A Cortina lo arrastraba la idea de lograr una distinción cada vez de mayor dignidad, como la que se daba en la antigüedad a ciertos soberanos; juicio que lo inspiró a construir en 1916 una regia mansión neoclásica en el barrio habanero “El Vedado”; atesorando en sus jardines algunas obras evocadoras de momentos importantes del arte y la cultura universal. Artificios que elevaban su belleza mientras servían de complemento al escenario de plantas exóticas del oriente, distribuidas entre caminos y banquillos.

En Cuba, por su parte, era notorio por aquellos días un amplio movimiento constructivo, donde el neoclasicismo y el eclecticismo dieron hermosura a las principales ciudades de la isla. Sin embargo, algo bien diferente ocurría en aquel puntuado lugar del occidente cubano en el que los artistas del oriente; apartándose un poco de la rigidez occidentalizante que dominaba todo, realizaron el primer intento de reunir motivos artísticos orientales en la campiña cubana, y entrar por lo grande en armonía con la naturaleza, sin renunciar a los caprichos humanos.

También aparecieron algunos elementos aislados, representativos de las grandes culturas de la humanidad; fosilizados hoy en una esfinge del Antiguo Egipto, una columna greco romana, estatuas de inspiración clásica, y algunas figuras diablescas de rostro duro, que recuerdan la severidad de algún dios de la antigüedad. Además, tomó forma aquel romántico jardín ubicado en el lado oeste; obsequio de un italiano, que entonces era propietario de un vivero en La Habana. Individuo que resultó favorecido por la gestión de Cortina ante el presidente Gerardo Machado, para que sus árboles fueran plantados con preferencia en las márgenes de la carretera central de Cuba, recién construida por la Compañía Warren Brother de los Estados Unidos). Quedando finalmente influenciado el lado oeste del parque de recreo, por la tendencia occidental para el diseño de espacios abiertos, según los cánones de la jardinería y la estatuaria de la nobleza europea en sus días gloriosos y floridod.

Torii de La Güira- P. del Río- Cuba

El torii de La Güira resulta el anuncio más evidente de las ideas que sustentaron aquel espacio, razón por la cual, algunas luminarias en su base realzaban su presencia durante la noche. Resultando verdaderamente sorprendente, como a pesar del tiempo trascurrido desde el día en que se erigió aquel amuleto, todavía el gigante de madera continúa esforzándose por proteger el idílico lugar, según la máxima sintoísta referente a la armonía con los dioses, la naturaleza, y la comunidad. Expuesto a cuanto agente depredador existe, el torii cubano va resistiendo el paso del tiempo, como queriendo explicar todo de un tirón a la curiosidad de algunos que, desconocedores del pasado oriental, buscan una respuesta a su presencia y continúan su camino con aquella duda acuestas, desdeñando la oportunidad de contemplar con detenimiento, uno de los torii más antiguos de cuantos pudieran existir fuera de Japón.

Volviendo a aquellos días en que se desató la imaginación de los primeros japoneses que llegaron al occidente cubano, vemos ahora sus recuerdos viajando a los días del gran imperio, para tomar como referencia algo parecido a las fantasías construidas en los jardines de los montes Yomamoto; parajes rodeados de piedras, que sus antepasados consideraban como barreras o asientos celestes, creyéndolos habitados por los dioses. Siguiendo aquella línea de pensamiento, represaron con rocas las aguas de un arroyo que atraviesa la finca cubana, originando un lago artificial rodeado de litoral virgen, que en alguna medida imita escenas marinas, muy parecidas a los estanques nipones. Y tal como había ocurrió en el lejano país durante el período Heian (794-1185) en los jardines de las mansiones palaciegas de los aristócratas. pequeñas embarcaciones surcaban las aguas del arroyo, que en diferentes tramos, aún exhibe elegantes puentes ligeramente arqueados, para permitir el paso de aquellas románticas embarcaciones; pasaderas fundidas en hormigón que simulan la elegante forma de la madera; y al caer la tarde, todo el cauce quedaba iluminado por decenas de farolillos orientales; luciérnagas indicadoras del torrente que de forma caprichosa pasaba bajo el puente en dirección al embalse.

En tales circunstancias, era fácil evocar desde aquel rincón cubano el estilo de los “muchos placeres, modelo de vida licenciosa que se puso de moda durante el período Edo, (1600-1868) en los jardines del palacio apartado de Katsura en Kioto.

Los días de la Guerra

Trascurrían los primeros años de la década de mil novecientos treinta, cuando una buena parte de los forasteros que disfrutaban un ambiente preferencial en la Cuba decidieron retirarse, tratando de escapar al presagioso efecto de la crisis de superproducción que se inició en Estados Unidos; y más tarde, a los pronunciamientos de aquel viril secretario de gobernación llamado Antonio Guiteras Holmes; leyes que entre otros asuntos, limitaban el exceso de plantillas cubiertas por extranjeros en favor de los cubanos.

Estremecidos por la situación, hubo algunos japoneses que tomaron nuevamente el camino de regreso a su país, pero la mayor parte trabajó de manera sobresaliente en los más variados empleos. Hasta hubo algunos que arribaron al país en discretos grupos, es el caso de Saburo Inoue, reclamado por su hermano Matazo cuando este último se encontraba en el oriente cubano; y como esta familia resume en buena medida la suerte de los inmigrantes nipones en Cuba; una vez más reciben estas memorias el oportuno estímulo de las palabras de Mieko, refiriéndose a los primeros tiempos de la estancia de sus padres en la Isla antillana.

Pero el resentimiento arraigado y tenaz que sobrevivió a la Primera Guerra Mundial cambió los planes a muchos en todo el planeta; y mientras se agotaba la década de mil novecientos treinta, las pasiones oscuras de la codicia se exacerbaron a extremo, diluyendo el optimismo de los inmigrantes japoneses desde su llagada a Cuba.

Atentos a los rumores que corrían por toda la isla, llegaron a tener noticias de unas parcelas (en Pinar del Río) abandonadas por colonos estadounidenses que, decepcionados, también regresaban a su país. Siguiendo la costumbre itinerante que practicaron desde su llegada a la mayor de las antillas, algunos se trasladaron con prontitud al occidente para ocupar las vacantes que dejaban los forasteros del norte. En aquel apartado lugar, lejos del alcance de las pasiones inmoderadas que se encontraban de moda por aquellos días, algo les hacía pensar que estarían seguros; y mientras el mundo contemplaba el clímax de las tenciones, en el verano de 1939 los editorialistas de todo el orbe tocaban arrebato: había comenzado la Segunda Guerra Mundial.

Puente japonés sobre el arroyo - La Güira

En Cuba, la noticia coincidió con el llamado a una nueva constituyente y las campañas de Fulgencio Batista, aquel habilidoso individuo que ascendió de sargento a coronel con prontitud, y ahora deseaba convertirse en presidente; motivo suficiente para que en la capital cubana se suscitaran arreglos políticos de todo tipo; escuchándose en cualquier esquina las palabras cargadas de promesas de algún arribista que se esforzaba por hacer creíble la criolla arenga, aclamada por unos, y abucheada por otros. Mientras tanto, un suceso más discreto, protagonizado por gente menos bulliciosa, tenía lugar casi en el anonimato de los confusos tiempos: un grupo de japoneses, concientes del peligro que los asechaba, decidió congregarse en La Habana para salir del país lo antes posible en uno de aquellos barcos que con regularidad viajaban al oriente desde Panamá.

Muy pocos recuerdan aquel hecho que convocó a tantos forasteros nipones en la capital cubana, pero tampoco aquel suceso ha desaparecido de la memoria de Mieko, al cual se refiere con gran transparencia, por haber participado en aquel episodio:

Comenzó entonces la desazón a colmar la existencia de los que se dieron cita en las cercanías de la rada habanera; como añadidura, los diarios comunicaban los primeros sucesos de la guerra; y para quienes no sabían leerlos, se escuchaba el triste pregón del vendedor de periódicos anunciando hasta el último de los disparos en los campos de batalla. Nada tenían en común aquellos forasteros del oriente con los excesos de ultramar; pero, quedaba claro, que algo extraño flotaba en el ambiente respecto a su presencia en América; contingencia inminente que mantenía la mirada de aquellos asiáticos buscando cada mañana en el horizonte, el barco que los sacaría de Cuba. Pero, no por más intensa que resultara la vigilia, sus deseos eran cumplidos; entonces la realidad los hacía volver al caer la tarde con el corazón constreñido, esperando la llegada del alba en el nuevo día para continuar alimentando la trasnochada esperanza. Hasta que una mañana, la extraña situación fue esclarecida por una noticia inesperada: el navío quedaba cancelado indefinidamente.

Atrapados por la incertidumbre, llegaron los nuevos inmigrantes nipones a compartir las jornadas con aquellos adelantados compatriotas que ya se encontraban en la sabana de Herradura; barrio rural que pertenece al Municipio de Consolación del Sur. Carentes de Instrumentos de labranza, abonos y semillas, también debieron enfrentar el empírico dictamen que anunciaba la esterilidad de las tierras adquiridas. ¡Pero! ¿qué otra cosa podían hacer?...con tantas bombas cayendo en ultramar, y en América, aquellas miradas que a priori, ya los incriminaban. Decidieron continuar allí sobreponiéndose a los azares que insistían en el menoscabo de su voluntad. En tales circunstancias se fue conformando el grupo de japoneses, que convocados en avecinamiento, reconocieron la intimidad del lugar para congregarse; y sin llamar mucho la atención, solo quedaba esperar pacientemente lo que aguardaba el futuro.

Estación de trenes de Herradura

Hoy la más occidental de las provincia cubanas es llamada por sus encantos y adelantos, “La Princesa de Cuba”; pero en los días que aquellos japoneses comenzaron a establecerse en esta zona, las escenas que en ella se observaban eran la muestra más representativa del infortunio; pues ciclones y latifundistas se habían encargado de cambiar la toponimia que desde 1878 la nombró Pinar del Río; llamándola entonces “La cenicienta”, hasta poco después del Triunfo de la Revolución. Los inmigrantes asiáticos conocían la calamitosa situación, pero tal como se presentaba todo, debían permanecer en aquel discreto lugar evitando el dedo acusador de los que crecen con la manía de discriminar a los demás, construyéndose uno u otro motivo para justificar su actitud.
Echando mano a los recuerdos de aquella antigua costumbre de su país llamada kumi; los adelantados nipones que llegaron a vueltabajo terminaron estrechando sus relaciones. Los primeros ayudaban a los últimos en la adquisición de tierras disponibles; compartían los aperos de labranza, las semillas y hasta las duras jornadas bajo el ardiente sol del trópico. Solidaria actitud que les granjeó de inmediato el favor de los cubanos.

Aunque los predios que ocuparon los japoneses en la vueltabajo no eran los mejores; las especiales razones que los retenían en aquel refugio suplían las desventajas del suelo. Súmese a esto, el estímulo que constituyen los aires del occidente cubano, con ese raro encanto que enamora el corazón erigiendo un altar al candor y a la pureza del alma, razón adicional que los hacía sentir como en su lejana patria. Tan a gusto se sintieron en aquellas sabanas; que llegó a parecerles como si los espantosos acontecimientos de la guerra en Europa solo se limitaran a los titulares de los periódicos y a las pantallas de los cines, que entonces exhibían las patéticas imágenes captadas por los reporteros de guerra en los frentes de combate.

A pesar de los infortunados tiempos que corrían, fueron momentos hermosos para la naciente comunidad de inmigrantes japoneses en Pinar del Río; forasteros que estimulaban la alegría en aquellos encuentros, con la tradicional cerveza cubana, el ron, y los acordes de un chamicen( guitarra de tres cuerdas japonesa) que se escuchaba por primera ves en los campos de la vueltabajo, cuya música, un tanto sincopada, sorprendía a los campesinos cubanos, acostumbrados al fuego que salía de las vibrantes cuerdas del tres y el laúd; instrumentos que acompañan las canturías guajiras, (tonadas campesinas cubanas) desde los tiempos en que se robusteció lo mejor de la tradición nacional.

Eran tan sobresaliente el arraigo a sus costumbres orientales por aquellos días, que solo aceptaban en las reuniones a los naturales del lejano archipiélago; ya fueran estos residentes o visitantes a la colonia; ambiente propicio para que los solteros buscaran empatía pasional con las hijas jóvenes de los inmigrantes, flirteo que de inmediato era aprobado y estimulado por todos los presentes. El último de aquellos encuentros pasionales tuvo lugar con la llegada a Herradura de la familia Manabe procedente del otro extremo de la Isla; con ellos venia su hija Shigueku Manabe, simpática joven nacida en Florida, (Camagüey) los recién llegados arrendaron una finca en la margen derecha del río Santa Clara, y no muy distante, se instalaron los Ishisaki, cuyo hijo terminó tomando por esposa a la joven vecina nipo-cubana. Aunque en cuestiones de pasión, la tradición más vertical languidece con prontitud; es el caso de Kojiro Ayata, uno de los primeros japoneses que llegó a la sabana y terminó uniéndose en matrimonio con la cubana María Rodríguez Echevarria.

Entre las duras jornadas bajo el ardiente sol del trópico, los recuerdos de su lejano país, y aquellas modestas historias pasionales, fueron transcurriendo los meses. Las noticias de la guerra eran espeluznantes, pero su ermitaña vida les hacía suponer que hasta allí no llegarían los ensangrentados tentáculos del conflicto.

Afortunados aquellos inmigrantes asiáticos si al menos, hubieran conocido su suerte! Pues aún distantes de los campos de combate, tras la declaración de guerra que hicieran los Estados Unidos a Japón, Latinoamérica también fueron considerados enemigos de la Entente.. A partir de entonces, y por un buen tiempo, la existencia de aquellos aventureros quedó ligada al presagioso dilema de una condición incierta; donde el reposo se había convertido en un lujo, que también se distanciaba de ellos. El 9 de diciembre de 1941 el gobierno de Cuba se declara hostil al lejano país, del cual solo conocían los cubanos aquellos recios braceros, que andaban dispersos en distintos punto de la Isla caribeña, tratando de escapar a la ira y al hambre. La legislación obligó a todos los extranjeros provenientes de los países enemigos (Italia, Alemania y Japón) a entregar sus bienes lo antes posible; para que nadie pudiera evadir tal exigencia, se nombró un interventor de la propiedad enemiga, al que se le otorgaron facultades para vender, si así lo deseaba, todo lo embargado. Aún cuando los labradores de las sabanas de Herradura solo realizaban profundas reverencias al permitírseles vender su mercancía en los Estados Unidos, no hubo reparos, retirándoseles de inmediato el trato preferencial que hasta entonces recibían por parte de Herradura Land and Society of Cuba, compañía norteamericana que todavía operaba con éxito en aquella zona.

Como había que hacerles saber que todo iba en serio, llegó de inmediato a la sabana una pareja de la Guardia Rural, que simulaban sentirse más agraviados que los propios americanos. Sin más regodeo, los uniformados comunicaron a los forasteros del oriente la decisión del gobierno: sin excepción, todos debían presentarse en el puesto de la guardia rural, el resto de las instrucciones, se le comunicarían una vez congregados.

En pocas horas, no quedó un solo japonés fuera del control de las autoridades; los oficiales que tenían a cargo la redada hacían algunos comentarios en vos baja, pero nadie daba una explicación sobre el futuro de aquellas familias; y mientras aguardaban el desenlace de aquel imprevisto, permanecían reflexivos y silenciosos, recogidos en pequeños grupos en cualquier rincón del viejo caserón. Las horas de espera acrecentaban la incertidumbre que desalentaba a todos; en la puerta una pareja de soldados, fusil en manos, comunicaba la severidad del castigo a los que esperaban impacientes en el improvisado reclusorio; malquisto espacio en el que solo se escuchaba la voz de algún muchacho, que en tono discreto y nervioso, inquiría de su padre una respuesta sobre la atípica situación.

Trascurridas algunas horas, el ruido de unos camiones que se acercaban terminó ofreciendo más claridad al asunto; entonces comprendieron que serían trasladados a algún campo de concentración o algo parecido. Estacionados los vehículos frente a la puerta del viejo almacén, se escucharon los potentes gritos de los guardias exigiendo a los detenidos abordar los carros; montaron primero las mujeres y los niños, después los hombres; y cuando todos ocuparon un lugar en el incómodo transporte, un oficial del ejército constitucional dio la orden de arrancada.

Años después, el destacado Doctor Cesar García del Pino (Premio nacional de Historia en Cuba) quiso hacer notar en estas memorias la parada que hicieron aquellos camiones a escasos metros del lugar donde se encontraba, en el caserío Santa Cruz de los Pinos; (poblado ubicado en las inmediaciones de La Habana y la Ciudad de Pinar del Río) sobresaliendo entre los relatos del gran investigador y escritor, la forma humillante en que eran trasladados los japoneses, y la presencia entre los detenidos de algunos niños y mujeres; agregando finalmente que, al ver aquella gente en tal condición, compró un saco de naranjas y las hizo llegar a los detenidos.

Los años que duró la Segunda guerra Mundia fueron muy tensos para todo en el planeta, y donde no se sentían los disparos del conflicto, se escuchaban comentarios referentes a los espías que habían penetrado en secreto las fronteras de occidente; historias que muchas veces tenían su origen en la imaginación de los que se habían propuesto dar la brava a los inmigrantes no deseados. El laborioso Nakasawa, por ejemplo, quien realizó importantes trabajos en La Güira, usaba uno de aquellos radiecitos que entonces comenzaban a aparecer en el mercado con su antena exterior; y por las noches, gustaba de escuchar su receptor en algún lugar tranquilo y discreto; razón suficiente para que fuera acusado de transmitir y escuchar mensajes. Sea cual fuere la cuestión, hasta hoy, nadie ha podido demostrar que los japoneses radicados en Cuba fueran colaboradores de alguna entidad foránea que dañara los intereses de los agrupados en la Entente. Pues en toda aquella contienda, solo se pudo capturar un espía de origen alemán radicado en La Habana; sujeto que ofrecía información de inteligencia a los submarinos de su país subyacentes en la aguas del Caribe, que se dirigían de inmediato a torpedear las barcos americanas, proveedores las tropas en Europa.

Pero aquellos comentarios malsanos, unidos al espíritu revanchista que comenzó a imperar en los círculos de poder en occidente, terminaron haciendo más tensa la situación para los inmigrantes japoneses que regresaban a sus residencias en las sabanas de Herradura. A partir de entonces, solo algunos efímeros momentos de alegría aparecieron en las vidas de aquellos extranjeros, como aquel que tuvo lugar el 6 de octubre de 1942 en casa de la familia Inoue:

Haciendo un ruidoso estrago, los norteamericanos dejaron caer una bomba de uranio en Hiroshima y otra de plutonio en Nagasaki. En pocos minutos, los muertos llegaron a contarse por decenas de miles; y frente a la ruinosa condición, las almas compasivas de todo el mundo también sintieron el fatal abrazo de la radiactividad; apareciendo de inmediato el temor generalizado a la reedición de un episodio como aquel. Así que, poco después de las explosiones, comenzaron los acuerdos para la “distensión” entre las partes beligerantes; lo cual reanimó la esperanza de todos los amantes de la paz, el amor y la libertad; en especial, de las abnegadas familias niponas de la diáspora, consternadas ahora por la hecatombe atómica en su tierra natal. Momento luctuoso, en que también estuvo presente la solidaridad de los cubanos con los japoneses.

Hubo algunos que, a su manera, se apresuraron a estimular a los orientales que esperaban la llegada de mejores tiempos: cuentan que uno de aquellos cubanos amorosos, vecino de la sabana herradurence, que por años había sido testigo del sufrimiento de las madres japonesas en vueltabajo, henchido por la emoción, corrió de casa en casa con un periódico que no sabía leer, indicando a todos el titular de portada. La noticia venía en grandes rótulos y resultaba tan excitante, que hasta un analfabeto podía advertir su significado: ¡Había finalizado la segunda Guerra. Mundial!

La última migración a vueltabajo

Algunos integrantes de la colonia japonesa en la sabana de Herradura C. del Sur. Pinar del Río

humanidad sobre el especial significado de la convivencia pacífica. Sin embargo, solo eso quedaba por hacer a los hombres, pues era imposible evitar en el oscuro mármol de de las morgues, los extensos listados con aquellos nombres heroicos, troquelados por el cincel que parió la propia guerra. Impuesto el buen juicio sobre el desafuero; como hermanos que recobran la cordura, los atrincherados trabajaron con premura en la reconstrucción de lo que otrora habían destruido. Entonces la violencia se tradujo en esfuerzos por hacer desaparecer los días calamitosos. La epopeya se convertía en historia, los medios reflejaban sin parar las hazañas de los pueblos, los uniformados sobrevivientes en los encarnizados combates en tierra firme regresaron a las fábricas y. en los muros de cualquier ciudad, se dibujaba la gigantesca paloma blanca que parecía volar sin cortapisa al futuro. Y mientras en todas parte se hablaba de superar las erratas del pasado, en Cuba, los prisioneros japoneses aún permanecían cautivos en el campo de concentración de la Isla de Pinos; extraña resolución que prolongó la angustia de los que aguardaban llenos de esperanza en cualquier rincón de Isla.

Hasta que con el paso de los meses, fue desapareciendo el rencor, y con posterioridad al 20 de enero de 1946, reaparecieron los japoneses en aquel añorado rincón de la vueltabajo. Delgados y sonrientes, con sus bolsitas al hombro, eran recibidos con viva alegría por sus familiares, quienes en una mezcla de alegría y emoción salían al camino para darles la bienvenida, reanimando de inmediato esa unidad consanguínea que en la tradición japonesa y cubana, encierra elevados valores. Aunque, no todos tuvieron la suerte de conservar los bienes que habían adquirido antes del encierro, y al perder el vínculo con el empleo que tenía antes de ser juzgados, volvieron a la tribulación. Hubo quien no pudo apartar de sus recuerdos los cálidos relatos de sus compañeros de prisión, que hablaban de las bondades de la geografía pinareña y el candor de los residentes en la región más occidental de Cuba; derrotero que finalmente los trajo al poniente para comprobar tales rumores. En poco tiempo, los antiguos residentes en la sabana: Ayata, Tominaga, Inoue, Ohye, Iwasaki, Okawa, Hara, Ueda y los demás; se vieron acompañados por un grupo numeroso de nuevos compatriotas, entre los que se encontraban: Miyamoto, Harada, Taira, Imamura, Ishikawa, Kodama, Hidano, Hino, Hasegawa, Kinosita, Nadetane, Morioka, Kawakumi, Uenaka y muchos más, de los cuales hoy, tan solo queda el recuerdo de su paso por el último refugio japonés en la Isla grande del Caribe.

En los últimos días de la guerra, mucho antes del lanzamiento de las bombas atómicas, las ciudades japonesas fueron impactadas en repetidas ocasiones por la metralla de la Entente; hecho que debilitó la economía de aquel país, repercutiendo negativamente en el nivel de vida del pueblo. En tales ciscuntancias, en gesto solidaridad con los de su tierra, los inmigrantes nipones hicieron numerosas donaciones; los del occidente cubano envasaban en pequeños sacos azúcar morena, enviándolos de inmediato a su tierra oriental.

Fue por esos días que llegó a la colonia vueltabajera el último de aquellos inmigrantes. Preocupados por la suerte de su hijo tras las explosiones atómicas, los Ishisaki solicitaron la presencia de este en la Isla antillana; arreglándoselas el muchacho como pudo para salir de Japón durante la ocupación extranjera al terminar la guerra. En tales circunstancias llegó a las sabanas de Consolación del Sur el carismático Yukio Ishisaki; rebautizado en la nueva tierra como Máximo: el joven nacido en Hiroshima, que estando lejos de sus padres, logró escapar al holocausto radiactivo. Delgado, pequeño de estatura, sentía placer al compartir su amistad y unos tragos con sus amigos cubanos; para los que ejecutaba con frecuencia espectaculares demostraciones de artes marciales; arrancando merecidos aplausos de aquellos compañeros que no disimulaban su asombro al observar de verdad, los especiales ejercicios que solo.

Tratando de sobreponerse a las lesiones infligidas en el alma por aquellos años de vejación; la más tardía reunión de japoneses que tuvo lugar en Cuba tomaba personalidad; imitando la iniciativa que antes de la guerra habían desarrollado con éxito su homóloga de Isla de Pinos, se amplió como nunca antes la colonia de Pinar del Río; reapareciendo con prontitud algunos en La Güira; donde fueron acogidos nuevamente por José Manuel Cortina, pues venían dispuestos a reanimar las pretensiones orientales del patriarca.

Sin embargo, después de 1941 el estigma de la Segunda Guerra Mundial, la declaración de guerra que hiciera América a Japón y el encarcelamiento de aquellos asiáticos, simplificó bastante el espíritu sintoísta que sustentó el ambiente en el rincón japonés de la Hacienda vueltabajera. Por otra parte, encontrándose el acaudalado coleccionista carente del asesoramiento de los maestros nipones; incrementó la colecta de obras de arte asiático que ya venia realizando. Fueron introducidos en el parque, toda clase de elementos relacionados con la cultura oriental, entre ellos, algunos que esbozan de manera abigarrada el dragón chino, y otros motivos relacionados con las culturas de tierra firme( China, Corea e Indochina).

Ahora bien, el regreso de los maestros japoneses fue determinante para que se introdujera en aquel idílico espacio el budismo; sistema religioso y filosófico de gran arraigo en todo el oriente que, desde su surgimiento, llegó a tener el atractivo especial de proponer un camino para alcanzar iluminación y prosperidad. Enseñando además la bondad y la sabiduría perfectas, el conocimiento más elevado, en el que cada hombre puede llegar a ser su propio salvador. Así que, mientras el shintoismo japonés retomaba sus preceptos originarios, despojándose de los conceptos que llevaron al Japón a la aventura bélica, el budismo abarcó casi todo en aquel lugar.

No obstante, el shinto continuaba formando parte inseparable de todo y de todos en el parque cubano; ni uno solo de los íconos shintoistas fue removido, permaneciendo cada uno en su sitio, aún en los días de la Segunda Guerra Mundial; años en que fue proscrita también la religión oficial de Japón, en todo el occidente. Pero en fin, llegaron a ser tantos los objetos del Asia introducidos allí que, no muy distante de la antigua casa japonesa, a escasos metros del lago, fue necesario construir una nueva residencia para reunir la amplia colección. La obra fue edificada de mampostería moderna, debatiéndose entre el racionalismo y las intenciones orientales que, veladamente busca la inspiración asiática en aquellas ligeras curvaturas impuestas a los extremos de cubierta; lo cual evidencia la ausencia de un proyecto coherente, como el de la casa japonesa.

Resultando bien interesante la solución que ofrecieron los maestros nipones, (tiempo después) para el ascenso a este nuevo recinto: se trata de una extendida escalera de piedras estilizadas, remedo de la que existente en el ascenso al santuario de Kibune en Kyoto - Japón; a cuyos lados le fueron colocadas luminarias, como en el caso japonés.

Si la antigua casa nipona de La Güira llegó a encontrarse completamente dispuesta para la práctica del shinto, el nuevo templo fue ambientado con lámparas, cojines, jarrones, tapices, orfebrería, biombos, pinturas, muebles y fantasías de todo tipo, relacionadas con el arte budista. Llamando poderosamente la atención aquellas porcelanas. que si bien no fueron quemadas en los hornos de Arita, (Ciudad primada de la porcelana en Japón) guardan el espíritu de los maestros de aquella escuela. Objetos que aún se empeñan en revelar su elegancia y la sobriedad de los motivos plásticos que por siglos han dado lustre a la cultura oriental.

Frente de la Casa japonesa - La Güira

A partir de entonces, muy pocos lugares en Cuba llegaron a alcanzar la seductora espectacularidad de aquel apartado espacio, que ahora mostraba en cualquier rincón los trabajos artísticos más exquisitos. Como si aquellos forasteros y su patrón cubano insistieran en ofrecer una dimensión tangible de lo mágico del realismo; haciendo coincidir la palma real y la flor mariposa, con las plantaciones de bambú y margaritas japonesas, que acompasadas por la brisa caribeña, danzaban escuchando el virtual sonido del gong japonés y los tambores chinos. Haciéndose más impresionante la escena, al ver que todo era custodiado por la réplica de un enorme samurai, con su brillante e imponente espada, el rojo intenso en su indumentaria y en su rostro, aquella formidable expresión de combate, que traslada con facilidad la imaginación de quien lo observa, a los tiempos del Clan Tocugawa. Y en el lugar prominente del nuevo templo, a tono con la nueva religiosidad, la colosal estatua de Buda; haciéndose frecuentes a partir de entonces las imágenes del sabio maestro del oriente, al que unas veces se le veía en posición de instrucción o meditando, otras peregrinado y orando. También aparecieron los elefantes, obras que evocan la transfiguración originaria del Buda, según la leyenda. Eran los íconos que animaban allí la práctica del budismo zen; (meditación) escuela que se extendió por diferentes lugares de asía con gran arraigo en Japón; estimulando un conjunto de saberes que van más allá de la simple adoración de aquel Dios oriental, quien hubo de prometer a sus seguidores reunirlos en una tierra de gozo y deleite, camino en el cual la meditación, resulta un elemento imprescindible para alcanzar la iluminación.

Fuentes

González Cabrera, Rolando. 2009. Tomado del libro La saga japonesa en el occidente cubano