Lector de tabaquería

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Lector de tabaquería
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El lector de tabaquería es una persona cuya tarea diaria consiste en leer diarios, libros u otros textos para quienes tienen puesta la atención de sus ojos y manos en las labores de manipular y transformar las hojas del tabaco en un excelente puro, extendiéndose además a las tareas de despalillo y escogida.

Aunque el término ha trascendido como función de personaje masculino, el lector de tabaquería puede ser también una mujer, como ocurre a una fémina que desempeña esa labor en esta longeva y céntrica ciudad cubana.

Breve historia

En Cuba, la profesión de lector de tabaquería nació y se proyectó como medio para elevar el nivel cultural de los tabaqueros. Estos operarios surgieron y se desarrollaron en íntima relación con las transformaciones sociales de la clase obrera desde épocas de la colonia y, específicamente, con el surgimiento de las ideas independentistas y de mejora del nivel cultural e intelectual del gremio tabacalero, que originó una nueva concepción de Patria y un cambio en la vida laboral. La figura del lector de tabaquería fue un componente importante en la consolidación de la clase obrera cubana y de la promoción de la cultura nacional.

El tabaquero ―dijo uno que vivió de ese oficio y que ahora figura en el campo del periodismo― ha sido siempre un amante de la renovación y del progreso. Cuando gravitaba sobre la Isla todo el peso de la colonia, cuando se hacía sentir la sumisión y la esclavitud, ellos ―pese a estar viniendo de lo que pudo llamarse la edad de oro de la industria del tabaco―, colonizaron la gesta revolucionaria y se hicieron conspiradores y agentes eficaces de la causa por la independencia sin hacer mención de la valiosa cooperación de estos obreros, a los que el propio Martí consideraba como los más sólidos sostenes de la causa.

Resulta imposible señalar con precisión los nombres de los primeros lectores de tabaquerías; sin embargo se sabe, por ejemplo, de un Nicolás F. de Rosas,

...quien, sin exigir retribución alguna, desempeñaba ese puesto en una fábrica de tabacos de Guanabacoa, propiedad de Severiano Aquino, en la cual se inauguró la lectura el 1.º de marzo de 1866, según se confirma en El Siglo del día siguiente.

Los lectores de tabaquerías comenzaron su labor pagados mediante una modesta cuota semanal entregada por los trabajadores, costumbre que perduró hasta el triunfo de la Revolución (1 de enero de 1959). El presidente de lectura cobraba esta especie de cotización todos los sábados. Este se quedaba con un porcentaje del total que se recaudaba, porque se consideraba que para llevar debidamente el cargo debía descuidar un tanto su trabajo principal.

En sus inicios, la lectura se realizaba por los trabajadores designados, los que se turnaban cada cierto tiempo. Pero pronto la lectura por turnos dejó de prevalecer, y el cargo de lector lo ocupó la persona que ganó esta plaza por oposición. Por medio del presidente, se hacía una votación puesto por puesto y se sacaba por la mayoría. Generalmente era una persona instruida y educada a quien se le dispensaban grandes atenciones.

Lector de tabaquería

El lector debía poseer las aptitudes necesarias: tener voz clara y pronunciación correcta, ser lo suficientemente culto para poder interpretar cuando leía o, en muchas ocasiones, evacuar las dudas o servir de árbitro en discusiones sobre materias históricas, literarias y hasta científicas. Para probar sus aptitudes, el nuevo lector, por lo regular, debía pronunciar un discurso que ocupara la atención y la voluntad de los obreros.

Según las opiniones de varios autores, el torcedor de entonces era alguien que discutía de manera perpetua, tenía una amplia tolerancia hacia las materias en las que deseaba conocer; al adquirir las más extensas y variadas nociones sobre muchas disciplinas, se creía autorizado a disputar sobre todo y, frecuentemente, hacía uso de esto. Si el lector no podía enfrentarse dignamente con esa disposición y ese afán, estaba perdido. Si por el contrario, probaba su capacidad y determinación, se ganaba el cariño y el respeto de todos.

El lector de tabaquería es un operario de todas las fábricas de tabaco. Este desde una plataforma o tribuna preparada al efecto, lee a los obreros mientras trabajan; los periódicos del día, las revistas de mayor circulación y libros que le son indicados por los propios obreros. [...] El lector ilustrándolos, los ha convertido en una clase obrera con cualidades y condiciones excepcionales: dándoles más luz y forjando en ellos, en esta comunión de cultura, nobles ideales comunes que abrazaron con fe y entusiasmo sin límites. El taller de tabaquería es como una cátedra. [...] Su democrática y voluntaria autoeducación (se refiere a los tabaqueros) es un fenómeno característico de esta clase obrera, que tanto contribuyó a la lucha por nuestra independencia. [...] Esta tribuna de lectura fue además de educación de los obreros, exposición de ideales. En la emigración, la institución de la lectura se fundó en Cayo Hueso desde los primeros momentos [...], no fue solo el estrado desde el cual se leían los periódicos y revistas, desde ella se escuchaba la voz de la libertad, fue el templo de los ideales de los obreros y lo cuidaban con fervor y mantenían con sus salarios. Por eso Martí cuando fue a hablarles escogió la tribuna de lectura, visionando que sus palabras de fe de independencia llegarían mejor a los tabaqueros.
José E. Perdomo, en su libro Léxico tabacalero cubano

Ser lector de tabaquería era una profesión orientada hacia la difusión de la cultura y del conocimiento a los tabaqueros, que compaginaban sus luchas por el progreso económico con el deseo de mejora intelectual. Para ellos la lectura fue el medio de superarse y despojarse de la ignorancia que los encadenaba a un régimen de esclavitud económica, social y política, como era el colonialismo español.

Inicios de la actividad

Tal parece que en Cuba, la idea de acompañar el trabajo con la lectura le pertenece a un viajero español, ajeno a la industria del tabaco, Jacinto de Salas y Quiroga. Este arribó a la isla en los últimos días del mes de noviembre del año 1839, procedente de Puerto Rico a bordo de la fragata española Rosa. Meses después, Salas y Quiroga publicó un libro, donde relató sus impresiones de aquel viaje. Llama la atención que en una excursión a Artemisa o San Marcos, La Güira y Guanajay, no precisa el lugar, acompañado de un amigo, llegó a «la posesión de un alemán, la más importante de cuantas tiene la Isla, cuyos habitantes se ocupaban en las tareas propias del cultivo y preparación del café».

En ese cafetal tuve ocasión, más que en ninguna otra parte de la Isla, de lamentar el estado de completa ignorancia en que se tiene el esclavo. [...] Entonces se me ocurrió a mí que nada más fácil habría que emplear aquellas horas en ventaja de la educación moral de aquellos infelices seres. El mismo que sin cesar los vigila podría leer en voz alta algún libro compuesto al efecto y al mismo tiempo que templase el fastidio de aquellos desgraciados, les instruiría de alguna cosa que aliviase su miseria.
Jacinto Salas Quiroga

Por otro lado, el intelectual y político cubano Nicolás Azcárate (1828-1894), de destacada actuación en la segunda mitad del siglo XIX, se inspiró en las lecturas que se les realizaban a los presos en dos galeras del Arsenal de La Habana, donde el lector leía media hora todas las tardes algún libro cívico. La mayoría de los reclusos eran cigarreros que seguían en ese oficio y recibían a cambio determinada suma, parte de la cual el jefe de departamento retenía para devolvérselos cuando obtuvieran la libertad; les entregaba semanalmente el resto, y de este se separaban algunas monedas para remunerar la labor del lector y adquirir las obras que habían de leerse.

Poco a poco, se divulgó la lectura de las galeras, porque muchos de los amigos y familiares de los presos eran tabaqueros, radicados gran número de ellos en aquel barrio de extramuros (se les denominaba así a los barrios situados fuera del perímetro limitado por la muralla que se extendía desde el Castillo de la Punta hasta El Arsenal), llamado Jesús María, donde estaba la extinta Real Factoría de Tabacos de La Habana, y que agrupaba a los elementos del proletariado tabacalero. Nicolás Azcárate propuso insertar la actividad en la producción tabaquera, idea que materializó allí el joven asturiano tabaquero, luchador proletario y literato Saturnino Martínez, trabajador de la Fábrica Partagás. Para no fracasar, Saturnino Martínez, asociado a otros tabaqueros, entre los que se destacaban Agustín Mariscal y Francisco Teodoro Acosta, gestionó la fundación de un órgano de publicidad consagrado a la propaganda societaria entre la clase obrera y consiguió distribuir 20 acciones de 5 pesos plata cada uno. En la edición del diario El Siglo del 20 de octubre de 1865, se anunció la próxima salida de un nuevo periódico que estaría a cargo de Manuel Sellén Bracho y Saturnino Martínez.

Al fin, el domingo 22 de octubre de 1865, apareció el primer número de La Aurora, nombre simbólico, porque su nacimiento coincidía con el despertar de la clase a quien iba dirigido. Constaba de ocho páginas (tamaño 11 x 8), a dos columnas y se imprimía en el taller de la Viuda de Barcina y Compañía, sito en la calle Reina n.º 6. Su precio de venta era el de un real sencillo, o sea, diez centavos cada ejemplar. La redacción y administración se establecieron en la misma imprenta donde se editaba.

Esta publicación, según indicaba su subtítulo, era «un periódico semanal dedicado a los artesanos» (se les llamaba artesanos a los obreros). Además de Sellén y Saturnino Martínez, colaboraron en La Aurora otros literatos de renombre y méritos: Joaquín Lorenzo Luaces, Luis Victoriano Betancourt, José Fornaris, Antonio Sellén, Fernando Urzaiz, Alfredo Torroella y Ramona Pizarro, primera mujer que defendió la clase obrera en la prensa cubana. En sus primeros números, La Aurora, pese a sus propósitos, mostró preferencia por la literatura y relegó las cuestiones obreras, con lo que motivó discrepancias, que se eliminaron posteriormente.

A principios del mes de diciembre de 1865, se trató de fundar en La Habana, una Sociedad de Artesanos, cuyos integrantes eran obreros y algunos marquistas (título que entonces se aplicaba a aquellos fabricantes de tabacos cuya producción se vendía al público bajo el nombre de la «marca» o «hierro» de la cual eran propietarios, y que se les daba para diferenciarlos de los fabricantes, denominación esta para designar a los que trabajaban para la «entrega», es decir, por cuenta de algún «marquista») que querían apoyar con sus medios la magnífica idea de superación de los obreros.

Por eso, La Aurora comenzó a alternar con los temas literarios que nunca abandonó, su lucha a favor de la clase trabajadora estimuló la formación de gremios e incitó a los obreros para que acudiesen a los centros de enseñanza a prepararse para las luchas sociales. Era la labor didáctica y constructiva que contribuyó no solamente al establecimiento de diversas sociedades de artesanos, sino también a la modificación del horario de trabajo de la Biblioteca de la Real Sociedad Económica de Amigos del País que, a partir del 1ro. de diciembre de 1865, quedó establecido de 12:00 am a 3:00 pm y de 7:00 a 9:00 pm para facilitar a los trabajadores su asistencia a las salas de lectura. La Aurora cooperó, igualmente, con la apertura de la Escuela para Artesanos, cuyo Director, el obrero Gregorio R. Rodríguez, enseñaba gratuitamente tres horas diarias los contenidos de la enseñanza primaria a los trabajadores.

A los fundadores de La Aurora se debe también el mérito de la implantación de la lectura, estrenada en la tabaquería El Fígaro, en La Habana, el 21 de diciembre de 1865. Esta fábrica, propiedad de José Castillo y Suárez, situada en la esquina de Sitios y Ángeles, contaba con trescientos torcedores. Para incorporar la lectura al proceso productivo, ellos convinieron en que uno desempeñaría las funciones de lector, para lo que cada operario contribuiría con su correspondiente cuota, con el fin de resarcir el jornal que aquel dejaba de recibir durante el tiempo que leía en voz alta.[1]

En poco tiempo, la lectura de tabaquerías y despalillos se convirtió en un canal de flujo de información que por su importancia formó parte de la cultura cubana, de la tradición histórica y de la sociedad económica del país. Era una forma de cultivar a los obreros y prepararlos para la revolución que los liberaría del yugo español. La lectura influyó en la formación del tabaquero cubano como clase obrera en Cuba. En este sentido, Rivero Muñiz indica que:

Por medio de la lectura, el tabaquero consiguió destacarse sobre el resto del proletariado cubano, sirviendo a este de mentor y guía cuando el movimiento de emancipación social alboreaba en Cuba. Primero sus iniciadores la utilizaron para difundir conocimientos y preparar, pudiéramos decir, el terreno para la organización gremial; luego luchó por el mantenimiento y el perfeccionamiento de esa obra, dando a conocer los abusos y atropellos que se cometían contra la clase obrera, despertando el, espíritu de rebeldía y de combate; y fue más tarde, como dijera Martí, Tribuna Avanzada de la Libertad. Cuenta pues, con un pasado tan digno como glorioso. Hoy, como ayer, continúa siendo fuente de información y enseñanza. Obra de los tabaqueros, repetimos, constituye un legítimo orgullo no solamente de sus fundadores y mantenedores, sino de todo el proletariado cubano. Su historia forma parte de la historia de este.
J. Rivero Muñiz[1]

Y a esto, Lily Litvak agregó:

La lectura colectiva se mantuvo como institución obrera de los torcedores, y siguió contribuyendo de manera eficaz al progreso del proletariado cubano, estimulando la organización gremial, dando a conocer las noticias revolucionarias y obreras. Sirvió de excelente vehículo a la propaganda revolucionaria, que culminó con la independencia de Cuba, y sobre todo contribuyó de manera eficaz en la propagación de la cultura entre las masas laborales. [...] esta actividad floreció magníficamente y tuvo consecuencias directas; ayudó a la difusión de conocimientos y al nacimiento de la conciencia de clase, apoyó la causa obrera y la formación de asociaciones, fue fundamental para [...] la promoción de la prensa. Pero además de todos esos resultados prácticos, la lectura colectiva demuestra uno de los postulados básicos del anarquismo, que la lucha por el progreso económico va unido a un apasionado deseo de mejora intelectual.
Lily Litvak, «Cultura obrera en Cuba. La lectura colectiva en los talleres de tabaquería»[2]

Los operarios de otras tabaquerías comenzaron a imitar lo hecho por los torcedores de El Fígaro, pero el propósito tuvo dificultades y la oposición de ciertos industriales. Según la publicación de Agustín Mariscal, en el número 2 de La Aurora:

No sabemos por qué algunos de los dueños de fábricas prohíben entre sus operarios tan laudable idea, porque lejos de serles perjudicial, establece el orden en los talleres, y el artesano se consagra con doble aplicación al desempeño de sus tareas, participando al propio tiempo de la instrucción que le proporciona la lectura, y de algún aumento en sus jornales, pues trabajando en silencio sabido es que siempre se aventaja más.
J. Rivero Muñiz[1]

Estas prohibiciones avivaron los deseos de establecer la lectura, y el martes 9 de enero de 1866, esta se inauguró en la fábrica Partagás, cuyo propietario, el catalán Jaime Partagás, se entrevistó con una comisión de tabaqueros y accedió inmediatamente a la solicitud del establecimiento de la lectura, elogió la idea e impuso como única condición que las obras tendrían que someterse antes a su censura. El día de la inauguración de la lectura, el dueño de la fábrica acudió a presenciar el acto y se ofreció voluntariamente para levantar una especie de tribuna en el punto céntrico del taller, con el fin de que todos los tabaqueros pudiesen percibir con claridad la voz del lector.[3]

Uno de los jóvenes artesanos de ese taller, colocado en el centro de aquella multitud de trabajadores cuyo número asciende a cerca de 200, con voz sonora y clara, anunció que iba a darse principio a la lectura de una obra cuyas doctrinas tendían a encaminar los pueblos hacia un fin digno de las nobles aspiraciones de las clases obreras de todo país civilizado. Y abriendo un volumen en folio mayor, empezó a leer Las Luchas del Siglo. Es imposible ensalzar como se merece la atención profunda con que fue oído durante la media hora que por turno le correspondió leer; a cuyo término otro joven de idénticas circunstancias, tomó el mismo libro y continuó la lectura otra media hora, así sucesivamente hasta las seis de la tarde, hora en que todos los obreros abandonaron el taller, con el propósito de continuar al otro día en la misma práctica, como sucedió y ha venido sucediendo en los demás días de la semana.
J. Rivero Muñiz[1]

Sin embargo, no todos los fabricantes actuaban igual que Jaime Partagás. Algunos toleraban la lectura hasta cierto punto, otros no la soportaban en las tabaquerías. Entre los más notorios enemigos a tan instructiva práctica se encontraban: el dueño de la tabaquería El Designio, Ramón Allanes, quien dijo a sus obreros que «los talleres son para trabajar y no para leer, y que las tribunas son para los liceos y no para las fábricas de tabacos.». Los propietarios de las tabaquerías Cabañas (Anselmo González del Valle), Henry Clay (Julián Álvarez) y La Intimidad (Antonio Carundo), con excusas en insignificantes motivos, tampoco concedieron el permiso para establecer la lectura.

En la calle de Rayo existía una fábrica de un tal García, donde según La Aurora, «en lugar de oírse la voz del lector solo se escucha una cosa que aterra, producida por otra que tiene una mota en la punta y que al agitarla en el aire suena como un chasquido» (una clara alusión al látigo que todavía se empleaba en muchos talleres para castigar a los esclavos y a los aprendices). Resulta curioso que los jefes o encargados de talleres, se negaban mucho más que los propios dueños, con los más diversos pretextos. Por ejemplo, el encargado de la fábrica La Intimidad (de Antonio Carundo) decía que con la lectura «no podía reinar el orden debido y que por consiguiente, cada cual debía leer en su casa».[1]

No obstante, muchas personas y, sobre todo, los extranjeros, para quienes esta práctica era desconocida, elogiaban la lectura en el taller. William H. Seward (secretario de Estado de Estados Unidos), visitó, en compañía de su hijo, F. W. Seward, la fábrica Partagás el 22 de enero de 1866.

Una nota periodística dedicada a la visita en La Aurora del 28 de enero de 1866, planteaba que Seward entró en el salón donde trabajaban los obreros en el momento en que

colocado en medio del océano de individuos profundamente callados, el lector dejaba oír la eufonía de su acento que transmitía suavemente al corazón de los oyentes el aura evangelizadora de que está animada una de las mejores obras de Fernández y González; el honorable ministro fijó en él la mirada y hizo un signo de aprobación. [...] ¿No es esto honroso para el Señor Partagás y sus operarios?
J. Rivero Muñiz[1]

En todas partes se hablaba de la lectura y sus iniciadores. La novedad trascendió a las editoriales de los periódicos más leídos y a un diario de los más importantes de la época donde las ideas liberales eran bien acogidas, El Siglo, dirigido por el español Francisco de Frías, conde de Pozos Dulces, que le dedicó un elogioso artículo en el número publicado el 25 de enero de 1866:

El sábado 3 de febrero de 1866 se inauguró la mencionada tribuna en el taller de Partagás, acontecimiento celebrado con la solemnidad. Al hacer entrega del mueble, el propietario pronunció una breve oración, que fue contestada por un tabaquero que subió a la tribuna y leyó un sentido discurso.
J. Rivero Muñiz[1]

Así comenzó el tradicional rito para iniciar la lectura que luego fue seguido por todos los talleres: el Presidente de Lectura, un tabaquero elegido al efecto muy rigurosamente, agitaba una campanilla para imponer silencio absoluto. El lector subía a la tribuna situada en el lugar más conveniente de la parte central de la galera, se sentaba y anunciaba lo que leería. Las obras literarias variaban en contenido y calidad, en dependencia de lo elegido por la mayoría del taller, porque no era el lector el que determinaba lo que iba a leer, sino los tabaqueros.

Con el auge alcanzado por la industria tabacalera, después del año 1860, las tabaquerías habaneras comenzaron a adquirir verdadera importancia, tanto por el volumen de sus negocios como por la insuperable calidad de sus productos solicitados en el mundo entero. Por este fenómeno, se avivó la actividad societaria de los obreros en Cuba: se fundaron las primeras sociedades de artesanos, las cuales se distinguieron por su afán de llevar la cultura y el sentido de la Patria y el deber a la generalidad de sus compañeros y contaron con el apoyo de intelectuales de esa época, famosos y reconocidos por su talento. El día 20 de octubre de 1857, el gobernador y capitán general de la Isla de Cuba, José Gutiérrez de la Concha, marqués de La Habana, aprobó el reglamento de la Sociedad de Socorros Mutuos de Honrados Artesanos y Jornaleros, esta asociación que fue la primera de su clase fundada en Cuba, celebró su inauguración la noche del 8 de diciembre de 1857. Su principal fundador fue Joaquín Rose (Presidente), secundado por los socios Andrés García, José Díaz Iglesias y Domingo Ferrer (Secretario).

La Aurora dedicó frecuentes trabajos a los progresos de la lectura en las tabaquerías, elogió la provechosa labor que mediante esta práctica podía realizarse a favor del proletariado, que inculcaba entre los obreros el espíritu de asociación, y denunció los crímenes y atropellos, con lo que provocó que, en determinada ocasión, algún «marquista» prohibiera la lectura de dicho semanario en su fábrica (se refiere a Julián Álvarez, propietario de Henry Clay). Esto contribuyó a aumentar el recelo y la prevención que dicha práctica inspiraba, algunos la juzgaban de peligrosa y atentatoria al orden establecido.

A pesar de la resistencia de algunos dueños, el ejemplo de las tabaquerías de El Fígaro y Partagás fue seguido por otras fábricas y, al finalizar el mes de mayo de 1866, las principales tabaquerías de La Habana y de los pueblos cercanos a la Capital contaban con su correspondiente lector. El orden en que fue inaugurada la práctica de lectura fue el siguiente:

  • Prieto, en San Antonio de los Baños, el 1 de marzo de 1866.
  • Acosta, de Bejucal, el 11 de marzo de 1866.
  • La Rosarito (de Anselmo Zamora), el 13 de marzo de 1866.
  • Henry Clay (de Julián Álvarez), sita entonces en Salud No. 22, el día 19 de marzo de 1866.
  • La Intimidad o Caruncho (era generalmente conocida por el apellido de su propietario) el 2 de abril de 1866.
  • El Príncipe de Gales, de Vicente Martínez Ibor, el 23 de de abril de 1866.
  • La Flor de Arriguanaga (de Fernando Arriguanaga), sita en Sitios #11, el 3 de mayo de 1866.
  • La Flor de San Juan y Martínez (de Andrés Rodríguez), en Dragones #39, el 15 de mayo de 1866.

La sucursal que esa tabaquería tenía abierta en Arroyo Naranjo, el 25 de mayo de 1866.

  • Cabañas (de Anselmo González del Valle), el 28 de mayo de 1866.

Luego, la lectura también se asentó en otras tabaquerías, como La Pilarcito, H. Upmann, Por Larrañaga, Las Tres Coronas, El Maro Muza, La Meridiana, La Africana, El Rico Habano, y el taller de José Rabell.

Lectura de tabaquería y los tabaqueros en las luchas sociales del siglo XIX

A pocos meses de su entrada en las tabaquerías, la lectura, como medio potente de influencia, se convirtió en blanco de los ataques de la prensa reaccionaria. El sábado 17 de febrero de 1866, el periódico Diario de la Marina dio a la publicidad una nota donde hablaba despectivamente «de una nueva manía de que se hagan esas lecturas en comunidad en los talleres de tabaquerías»,[1] para dar a entender que consideraba dichas lecturas como un medio posible para las prédicas revolucionarias que los agentes separatistas procuraban difundir entre las masas populares y reclamaba la atención represiva del Gobierno invasor español. El 13 de marzo de 1866, El Diario volvió al tema y señaló que:

El propósito de atacar por su base, ya no solo por nuestras instituciones, sino también nuestras costumbres, propósito que se transparenta en El Siglo, aparece claro y despejado en La Voz de América: el fin con que se promueven y fomentan esas lecturas en ciertos talleres, que ya se indicó en otro número de nuestro diario, se determina más y más por el insolente empeño y la tenaz insistencia con que predica El Siglo, auxiliado eficazmente por otro periódico de La Habana que no queremos nombrar (aludiendo a La Aurora), pero que cuidamos de leer, para estar al tanto de sus maniobras. Algunos de los dueños de esos talleres no lo son ya de su albedrío, y obedecen a la coacción y a la amenaza; pero de este y otros particulares muy dignos de atención suponemos enterado al Gobierno, y fiamos en su prudencia y energía para que se repriman ciertas manifestaciones y se eviten a tiempo males que todos conocemos.
J. Rivero Muñiz[1]

La Voz de América se publicaba en Nueva York por su fundador, el periodista y escritor Benjamín Vicuña Mackenna, agente confidencial que el gobierno chileno envió a los Estados Unidos con la misión de agitar la opinión a favor de Chile y en contra de España. El primer número del periódico apareció el 21 de diciembre de 1865; el propósito de esta publicación era excitar el justo descontento de los habitantes de Cuba y Puerto Rico, de cuya emancipación se decía abiertamente órgano.

Otro periódico: El Ajiaco (crítico, satírico, burlesco, con caricaturas), que comenzó a publicarse en las primeras semanas de 1866 y que al poco tiempo desapareció, también se opuso a la lectura, y el 25 de marzo de 1866 insertó en sus páginas un artículo satírico en el que, con el propósito de ridiculizar la práctica implantada, expuso sus dudas sobre la educación de los esclavos, y se lamentó de que semejante idea, «transportada desde las galeras de una prisión a los salones de una tabaquería diese a estos cierta semejanza con aquellas».[1] A pesar de lo grosero del insulto, esta frase fue acogida por los tabaqueros con muestras del buen humor que siempre los ha caracterizado, y bautizaron con el nombre de «galeras» los locales dedicados al torcido de los tabacos, una denominación que todavía se conserva y se aplica para designar los citados departamentos en los talleres de referencia.

La Aurora se sentía satisfecha con estas manifestaciones, y así lo expresaba en el número 22, de fecha 18 de marzo de 1866:

El Diario de La Marina se ha declarado abiertamente contrario a la lectura en los talleres. Nosotros, que hemos sido los propagadores de la idea, nos alegramos de ello; pues su oposición prueba evidentemente que la institución es buena.
La Aurora, 18 de marzo de 1866; según J. Rivero Muñiz[1]

Una semana más tarde, en la edición del domingo 25 de marzo de 1866, La Aurora insertaba una lista de las obras que hasta aquella fecha habían sido leídas en la tribuna del taller de Partagás, estampado al pie de esta, las siguientes palabras: «Si obras de tal condición encierran doctrinas perniciosas para los artesanos, venga Barrabás y dígalo». Las obras de referencia eran: Las luchas del siglo; Economía política (de Flores y Estrada), El Rey del mundo (novela moral y filosófica de Fernández y González), Historia de la Revolución francesa e Historia de España (de Galeano), y Misterios del juego.|J. Rivero Muñiz[1]}}

Las alusiones que la prensa constantemente hacía a la lectura, tanto para elogiarla, como para censurarla, lograron atraer sobre ella la atención pública. Las tabaquerías donde había lectura eran visitadas por curiosos para admirar semejante novedad. Según explica Rivero Muñiz no era raro ver en la parte exterior de las fábricas de tabacos, grupos de personas que junto a las ventanas escuchaban con atención la potente voz del lector que en medio de la galera deleitaba a los operarios, al darles a conocer libros de sanas enseñanzas o de mero entretenimiento.

En un principio solo se leían obras de la índole mencionada, pero pronto, por darle variedad o actualización, se introdujo la costumbre de leer las noticias que aparecían en la prensa local, diaria o semanal. Ahora, la lectura en los talleres comenzaba por las noticias internacionales, después las nacionales y a continuación los artículos de fondo o editoriales. Le seguían algunas secciones fijas y, por último, noticias del deporte. Después de quince minutos de descanso, el lector regresaba a la tribuna para el turno de novela.

La Aurora y El Siglo fueron las publicaciones preferidas de los tabaqueros de ese tiempo. La primera reflejaba los progresos del movimiento de organización de la clase obrera, que poco a poco se extendía por el interior de la isla, y la segunda seguía la dilatada polémica del vocero de las ideas liberales con sus colegas de El Diario de la Marina y Prensa de La Habana, órganos de los elementos conservadores, defensores de la colonia española en Cuba. De vez en cuando también se leían algunos de los artículos de La Voz de América, cuyos ejemplares entraban secretamente en la Isla enviados por los conspiradores que en los Estados Unidos laboraban por la independencia de la patria. Esto ocurría, por supuesto, burlando la vigilancia de los capataces y encargados, y llevó muchas veces la suspensión de la lectura. Semejantes sucesos eran denunciados por La Aurora, que los aprovechaba para poner al descubierto los abusos que en sus respectivas tabaquerías cometían algunos de los principales marquistas.

En los cinco primeros meses del año 1866, la lectura llegó hasta los «chinchalitos», nombre que desde fines del siglo XVIII, se le dio a las pequeñas fábricas de tabacos, en la mayoría de la cuales se vendía al menudeo el producto que elaboraban, e incluso se llegó a intentar el establecimiento de sesiones públicas de lecturas nocturnas, mediante el abono, para su sostenimiento, de una entrada de cinco centavos «durando la sesión de dos horas y destinando los fondos que resultaran sobrantes, después de cubrir los gastos indispensables, a cualquier objeto piadoso, particularmente el que se dirigiese a favorecer el bello sexo», según lo publicado en La Aurora el domingo 11 de marzo de 1866.[1] La influencia de la lectura fue tan arrolladora, que algunas de las marcas más famosas de habanos cubanos, creados a partir de esa época, fueron nombradas según los títulos o personajes de la literatura que se leía en las fábricas.

Las denuncias y amonestaciones del periódico de los artesanos llegaron a obsesionar a los fabricantes. Estos, según un suelto, publicado en el Boletín oficial de la Real Fábrica La Honradez, trataron de «formar una asociación o gremio entre productores (cosecheros) de tabaco y marquistas para darle al giro toda la importancia que el asunto requería». Esta fábrica era propiedad de José Luis Susini Rioseco, gibraltareño. Fue el primer industrial que aplicó las máquinas de vapor en esta producción. La Honradez contaba en sus talleres con una litografía e imprenta donde publicaba el boletín y fabricaba el gas con que trabajaban sus talleres. Susini fundó en 1853 la cigarrería Mi Pensamiento, convertida luego en La Honradez. En 1888 la adquirió Prudencio Rabell y más tarde pasó al trust tabacalero. Con el objetivo mencionado, el día 19 de febrero de 1866 se celebró la primera reunión y se acordó en ella la convocatoria para el lunes 26 del propio mes, de una asamblea a tratar sobre «la publicación de un periódico exclusivamente consagrado a defender los intereses del ramo, ya que el tabaco era la industria de más valía que poseíamos».[1] Pero la finalidad verdadera de dicha asamblea era poner un freno a las pretensiones de los obreros tabacaleros, quienes conscientes de su misión y labor, se disponían a conquistar mejoras que elevasen su situación económica, del mismo modo que La Aurora y sus propias asociaciones habían contribuido a levantar el nivel moral e intelectual de la clase social a la que pertenecían.

Ante esta situación, el 14 de mayo de 1866, el gobernador político de la Isla, Cipriano del Mazo, dirigió al Jefe Principal de Policía un escrito en cuya parte dispositiva se prohibía «distraer a los operarios de las tabaquerías, talleres y establecimientos de todas clases con la lectura de libros y periódicos, ni con discusiones extrañas al trabajo que los mismos operarios desempeñan», y encargaba a los empleados y agentes de la policía de velar por el cumplimiento de tan arbitraria orden. Para justificar semejante prohibición, se tomaron como excusa los altercados entre tabaqueros a la hora de seleccionar una obra, lo cual, a juicio de las autoridades, pudiera engendrar « odios y enemistades de graves consecuencias».

Al prohibir la lectura, el Gobierno privaba a los tabaqueros de un poderoso y eficaz medio de cultura, pero al mismo tiempo dejaba entrever el miedo que le inspiraban los trabajos que en el extranjero realizaban los patriotas empeñados en lograr la independencia de Cuba y trataba por todos los medios a su alcance, impedir que la obra de aquellos se divulgase y ganara seguidores.

Un mes después, el teniente general Francisco Lersundi, capitán general de Cuba, emitió una circular, aparecida en la Gaceta de La Habana del 8 de junio de 1866, que prohibía de modo terminante toda reunión cuya finalidad fuese la de practicar la lectura.

Los enemigos de la lectura habían logrado su propósito y en las galeras dejó de oírse la voz de los lectores. Pero no lograron acabar con La Aurora, que arreció la campaña a favor de las asociaciones obreras. Días después de la publicación de la orden que prohibía la lectura en los talleres, el periódico de los artesanos insertó un artículo: Ventajas de las Asociaciones, escrito por José de Jesús Márquez, en el que daba cuenta de que la Biblioteca Pública de la Sociedad Económica de Amigos del País se veía tan concurrida que hacían falta sillas para acomodar a los obreros que allí asistían, prueba evidente de que la afición a leer había echado raíces entre los trabajadores.

Por su parte, los tabaqueros que comprendían que en la unión radicaba la salvación de sus intereses, iniciaron los trabajos para la constitución de un gremio, cuyas bases quedaron acordadas a fines de junio de 1866; surgió entonces la Asociación de Tabaqueros de La Habana, cuyo primer Presidente fue Saturnino Martínez. Los tabaqueros llegaron a contar en breve con más de 3 000 socios, y poco después comenzaron a llamarse Gremio de Tabaqueros. En cuanto a las luchas políticas y económicas, en la asociación se destacaron dos grupos: uno, partidario del cooperativismo, sistema económico cuyas doctrinas se comenzaban a propagar entre el proletariado cubano, y el otro, integrado por los obreros de ideas más radicales, que se mostraban opuestos a cuanto no significase la lucha por el inmediato mejoramiento de la clase social a la que pertenecían.

Estos últimos lograron que en septiembre de 1866, el Gremio declarara una huelga en la fábrica de Cabañas. Era una prueba para determinar hasta que punto se había arraigado el sentimiento de solidaridad entre los trabajadores del tabaco. El paro se solucionó a los pocos días, aunque las demandas de los torcedores fueron satisfechas, la actuación de los dirigentes dio lugar a graves discusiones. Saturnino Martínez, fue acusado de tibieza por los elementos radicales, se habló de componendas, se aseguró que Saturnino resultaba «más literato que obrero». Lo cierto es que, a pesar del triunfo alcanzado en la huelga de Cabañas, el Gremio de Tabaqueros quedó disuelto en noviembre de 1866, para quedar únicamente algunas sociedades de socorro mutuo en algunos talleres. Estas agrupaciones desempeñaban una función más bien de carácter benéfico que clasista, pero gracias a ellas se mantuvo vivo el principio de organización.

La huelga de Cabañas, primer movimiento de este tipo registrado en Cuba, atrajo sobre los tabaqueros la suspicacia de las autoridades de la colonia. Algunos dirigentes fueron perseguidos y se vieron obligados a abandonar temporalmente las fábricas donde trabajaban; ellos se trasladaron a los talleres del interior de la Isla. La Aurora pasó a las cuestiones puramente literarias, aunque sin abandonar algunos problemas obreros. Así, en su número del 3 de mayo de 1868, el primero de su «tercera época», la edición cambió su subtítulo, de periódico dedicado a los artesanos por el de Semanario de Ciencias, Literatura y Crítica.

Paulatinamente, la lectura se había restablecido en los talleres de mayor importancia, previa autorización de sus dueños, sin que las autoridades intervinieran en la ilegalidad. Pero, en octubre del 1868, cuando Carlos Manuel de Céspedes inició la guerra contra el poderío español y se alzó en armas al frente de algunos patriotas, la lectura desapareció totalmente de las tabaquerías.

Los tabaqueros que más se habían distinguido por su amor a las ideas liberales tuvieron que emigrar a Cayo Hueso y New York. Allí existían fábricas de tabacos que empleaban el mismo sistema de elaboración que se practicaba en Cuba, implantado por los torcedores cubanos, los cuales ansiosos de nuevos horizontes y de una existencia más acorde con sus ideales de libertad y democracia se fueron desde varios años antes a los Estados Unidos. Muchos de ellos regresaron a la patria como parte de las expediciones armadas que vinieron a luchar por su libertad, en tanto que el resto se estableció en los centros tabacaleros desde los cuales contribuyeron con su aporte monetario a cuantas tentativas se hicieran a partir del Grito de Yara para independizar a Cuba del dominio español.

Tan pronto como los talleres de Cayo Hueso adquirieron importancia y su personal fue lo suficientemente numeroso para sostener los gastos necesarios, resurgió allí la lectura. Lo mismo ocurrió años después, en 1886, fecha en que comenzaron a avecindarse en Tampa las primeras tabaquerías: El Príncipe de Gales (propiedad de Vicente Martínez Ibor), y Sánchez & Haya.

Con la paz, se reanudó el trabajo para procurar la unión entre los obreros. Se fundó, el 8 de septiembre de 1878, el gremio de obreros del ramo de tabaquería. Como presidente fue electo Saturnino Martínez y una de sus primeras gestiones fue el restablecimiento de la lectura en las fábricas de tabaco. A pesar de las diligencias de Saturnino Martínez, director en aquel tiempo de La Razón, quien «acababa de soltar la chaveta para dedicarse de lleno a la pluma»,[1] y al apego que los torcedores sentían por la lectura, esta vez resultó mucho más trabajosa y lenta su restauración. Pasaron dos años antes que se volviera a oír la voz del lector en una galera. La primera fábrica en reanudar la lectura, en 1880, fue La Intimidad (de Antonio Caruncho), sita entonces en Belascoaín n.º 34, esquina a San Rafael.

Los fabricantes se oponían a conceder la autorización para que se volviera a leer en sus talleres. Por varios meses, La Intimidad fue el único taller con lector. En 1882, José González Aguirre, uno de los líderes, que conjuntamente con Saturnino Martínez y otros figuraban al frente del sector obrero tabacalero, logró que se permitiera la lectura en la fábrica Partagás.[1] Por otro lado, las desavenencias ideológicas que hicieron peligrar la existencia de la entidad proletaria fundada un lustro antes, fueron en gran parte responsables de la lentitud con que reapareció la lectura en las galeras.

En 1884, resurgió más vigorosa la organización de los trabajadores del ramo del tabaco, dirigidos ahora por Sabino Muñiz y las tribunas de los lectores volvieron a levantarse en la totalidad de las fábricas de tabacos. Fue en esos días cuando se inició entre el proletariado de Cuba la propaganda del credo anarquista, gracias a la difusión, por lectores de tabaquerías, de los folletos escritos por José Llunás, Director del semanario La Tramonta, propagador de las ideas anarquistas y autor de la mayor parte de los folletos que llegaban a Cuba, revolucionario catalán, a los que siguieron las obras de Kropotkin, Proudhon y Bakunin, que tanta influencia tuvieron en la actuación de los obreros cubanos durante dos décadas posteriores del siglo XIX.

Otra vez los tabaqueros se dividieron en dos grupos. De un lado, estaban los simpatizantes del anarquismo y los que sin serlo veían con agrado los procedimientos radicales. Del otro, se encontraban los partidarios del colaboracionismo con la clase patronal. Entre los componentes del primer grupo tuvieron franca acogida y generosa ayuda los que laboraban por la independencia de Cuba, mientras que en el bando opuesto ocuparon los puestos dirigentes los individuos tildados de reaccionarios, algunos de ellos hasta oficiales en los célebres Batallones de Voluntarios que guarnecían las principales Plazas de la Isla.

Las discordancias entre los tabaqueros fueron aprovechadas por los fabricantes y no tardaron en resurgir paros que ahogaran una vez más las diferencias existentes en la clase obrera. Entre las huelgas más importantes de aquellos días, se mencionan las de Partido, en 1886 y la de Las Albas, en 1888, perdidas ambas por los trabajadores. Los torcedores pretendían elevar los precios de elaboración en todas las fábricas de segundo orden, es decir, aquellas que trabajaban con materiales de la zona de Partido (de ahí el nombre de la huelga) ligados con los de otras procedencias y nivelar dichos precios con los que abonaban en los talleres de primera categoría, en los cuales se empleaba en el torcido exclusivamente rama de Vuelta Abajo.

Al principio, a los propietarios de estos últimos les agradó la idea, porque eliminaba del mercado a sus competidores pero luego, unidos todos los fabricantes al tener noticias de que los torcedores proyectaban futuras demandas en todas las tabaquerías, acordaron un paro general que provocó el rompimiento de la huelga y, por tanto, la derrota de los obreros. La primera casi destruyó la organización y la segunda motivó, al finalizar, su división en dos entidades rivales: La Alianza Obrera, integrada por la mayoría de los torcedores, es decir, por los elementos de tendencias más radicales y activos, y La Unión Obrera, formada por los que más se distinguieron en la traición a sus compañeros. La lucha a que dio lugar este fraccionamiento constituyó, sin dudas, uno de los capítulos más bochornosos de la historia del proletariado cubano y no terminó sino después de varios hechos de sangre y la desaparición de las dos sociedades enemigas.

En este naufragio, la lectura logró salvarse y en el período de 1889 a 1895 se dedicó a la propaganda que, desde las tribunas de los talleres, realizaron los simpatizadores de la causa revolucionaria que muy pronto habría de culminar con el Grito de Baire. En los meses que precedieron al estallido de la guerra, la lectura sirvió para divulgar la labor de los clubes revolucionarios que conspiraban en el extranjero y prepararon el movimiento iniciado el 24 de febrero de 1895.

En las galeras se oían artículos y folletos de tendencias separatistas en los que, según varios periódicos de la época, «se empleaba un lenguaje insultante contra la nación española». La continuada repetición de estos hechos hizo que se extremara la vigilancia por parte de las autoridades y, aunque en las tabaquerías se había suprimido la lectura de publicaciones contrarias al régimen, en algunas fábricas estas se daban a conocer cuando los capataces y encargados no se hallaban presentes. Eso seguía molestando, y se comparaba a la tribuna del lector con un púlpito revolucionario, provocador de problemas internos que había que evitar. Pocos meses después, aparecía en El Siglo la siguiente delación:

Ya no se lee en las tribunas El Patria, El Porvenir, El Esclavo, Cuba Libre y otros papelotes de esa especie, pero a sabiendas de los capataces que parece se hacen la vista gorda, se forman después de almuerzo carrilitos de simpatizadores allá por los rincones de las galeras y se leen a medio tono esos libelos y hasta se siguen haciendo colectas para el fondo común.
J. Rivero Muñiz[1]

Estas y otras denuncias, dadas a la publicidad por distintos periódicos de La Habana, produjeron al fin el efecto deseado por los autores. El 8 de junio de 1896 el gobernador regional y civil de esta provincia, José Porrúa, dictó una circular en la que, basándose en lo dispuesto en el artículo 31 de la Ley de Orden Público de 23 de abril de 1870, prohibió a partir de esa fecha «la lectura pública de periódicos, libros y folletos en las fábricas y talleres», e hizo responsables de cualquier infracción a los dueños o encargados. Tres días después, una comisión integrada por varios lectores de tabaquerías visitó la redacción del periódico La Lucha, para solicitar el apoyo de este diario, el más liberal de los que entonces se publicaban en la capital, para que el gobernador revocase su orden prohibitiva. En respuesta, La Lucha sugirió que el gobernador «pudiera hacer su medida menos perjudicial al interés de los lectores reglamentando en cierto modo su trabajo, y no privando de medios de subsistencia a esos ciudadanos».[1]

Al día siguiente, el periódico informó que Porrúa estaba dispuesto a modificar su disposición contra la lectura, algo que no era cierto. El día 15 de junio volvió a La Lucha un grupo de obreros para anunciar que la suspensión había causado un gran disgusto entre los tabaqueros y que se estaba gestando una huelga general, para la cual se habían formado algunas comisiones. Por medio del periódico se llamó la atención al gobernador «a fin de evitar las malas consecuencias, con mayor ventaja que la resulta de una supresión que rompe con la costumbre en largo tiempo no interrumpida».[1]

Los lectores, apremiados por la drástica ley que les privaba del medio de que disponían para ganarse la vida, celebraron una reunión en casa de Martín Morúa Delgado, lector de la fábrica Villar y Villar. Morúa, días antes, había enviado una carta a Porrúa, para pedirle que dejase sin efecto su circular e indicándole, además, una fórmula para solucionar el problema. Fue también el autor de un artículo, publicado en La Discusión, que trataba el caso. Hasta los propios industriales, deseosos de evitar conflictos que pudieran perjudicar sus intereses, intervinieron en el asunto. El día 17 de junio, una comisión de la Unión de Fabricantes de Tabacos, formada por Gustavo Bock y Manuel Valle Fernández, propietarios de la Henry Clay & Bock Company y La Flor de Cuba, respectivamente, visitó al gobernador para pedirle que «previa la reglamentación que estimase conveniente, permitiera restablecer las lecturas en los talleres».[1] A esta solicitud, Porrúa se mostró inflexible, y respondió que no estaba dispuesto a anular su orden de prohibición.

Los periódicos La Lucha y La Discusión publicaron los comentarios de lo sucedido, aconsejaron a los obreros la serenidad y propusieron al gobernador que accediera a las demandas de los lectores. Las protestas de los tabaqueros hicieron intervenir a otras personas influyentes y Porrúa tuvo que ceder, pero impuso como condición ineludible que los propietarios le garantizaran que no habrían de leerse en las tribunas de sus respectivos talleres ningún trabajo subversivo. Solo José Gener y Batet, dueño de La Excepción, se comprometió a cumplir tan arriesgada exigencia, por lo que inmediatamente se reanudó en dicha fábrica la lectura.[1] En el resto de las fábricas, la lectura quedó en suspenso, con gran descontento de sus lectores y tabaqueros.

Al pasar algunos meses y sin que las autoridades se dieran por enteradas, poco a poco los lectores fueron ocupando sus antiguos puestos, y de nuevo los simpatizadores de la causa independentista aprovecharon la tribuna de las tabaquerías para la propaganda de sus ideales; contribuyeron los torcedores, unos con sus donativos, mientras que otros se incorporaron a las fuerzas insurrectas que de un extremo a otro de la Isla combatían por la más pronta realización de tan ansiado y legítimo anhelo.

Después de la guerra, solo en una fábrica de tabacos (Cabañas) fue prohibida la lectura, por la crítica que en ciertos trabajos periodísticos se hacia de Leopoldo Carvajal, propietario de dicho taller. Esa prohibición provocó un movimiento de huelga que pronto se solucionó a favor de los tabaqueros, aunque la lectura quedó excluida de la galera de esa tabaquería hasta el período de la República.

Los tabaqueros emigrados y José Martí

Al proclamarse en La Demajagua la independencia de Cuba, el 10 de octubre de 1868, comenzaron a agudizarse las persecuciones contra los obreros simpatizantes con la causa. Imposibilitados de obtener ocupaciones en las tabaquerías de la isla, cuyos propietarios en su mayoría eran españoles y habían «circulado» sus nombres para que se les negara trabajo donde se presentaran. Fueron numerosos los torcedores que emigraron a otras tierras, para poder ganar un salario que les permitiera vivir y continuar con sus ideales independentistas. Estados Unidos y México fueron las repúblicas cercanas donde se refugiaron y a donde se hacía más fácil y menos costosa la emigración.

Los tabaqueros cubanos lograron radicarse en Veracruz, Nueva Orleans, Cayo Hueso, Filadelfia, New York, poblaciones donde hasta mediados del siglo XIX, existían algunas tabaquerías de muy limitada producción.

Mientras en Cuba, el gobernador Jovellar ordenó un sorteo con el objetivo de aumentar las filas de los defensores de España en Cuba, con lo que provocó que nuevos torcedores se fueran a la Florida y aumentara la instalación de manufacturas, almacenes de tabaco y casas de comisión para la elaboración y venta de la rama cubana en Norteamérica. Los tabaqueros recién llegados quisieron trabajar en las mismas condiciones que lo hacían en Cuba y revivieron la lectura en las tabaquerías, donde los nuevos lectores o los que lo habían sido se convirtieron en los promotores de la opinión favorable de los heroicos patriotas cubanos.

En 1869 los tabaqueros, dirigidos por el lector de la fábrica de tabacos Martínez Ibor y José Dolores Poyo, ilustre patriota, fundaron el primer club revolucionario de la emigración, llamado Asociación Patriótica de Cayo Hueso, del cual Poyo fue su primer Presidente. Se recaudaron entre los emigrados fondos para enviarles armas, municiones y medicamentos a los que luchaban en Cuba. Gracias a esos auxilios, pudieron despacharse a la Isla diversas expediciones, entre ellas la del Galvanic, el 27 de diciembre de 1869 y otros dos barcos que salieron el 20 de diciembre de 1869 y en enero de 1870. Es de señalar que en este período las fuertes tarifas arancelarias aplicadas al tabaco torcido hicieron que el doble de los tabaqueros emigrara al gigante vecino en busca de mejoras sociales y políticas.

Finalizada la guerra en mayo de 1878, regresaron a la patria algunos de los tabaqueros, aunque muchos se quedaron, pues habían formado sus familias y retornar a la patria significaba volver a empezar. Pero apoyaron la causa de la guerra definitiva por la libertad, su patriotismo no mermó por la distancia y tuvieron el acicate de compartir las ideas martianas.

José Martí llegó a Cayo Hueso el 25 de noviembre de 1891, invitado por Néstor Leonelo Carbonell, presidente del club Ignacio Agramonte, fundado en Tampa, quien deseaba ver realizada la unión de los elementos cubanos allí radicados. Al día siguiente hizo una visita a los tabaqueros que trabajaban en la fábrica de Martínez Ibor, donde fue recibido por los obreros puestos de pie, quienes lo saludaron con un prolongado y estrepitoso repiqueteo de sus chavetas. Horas después, en el amplio salón del Liceo Cubano, tras unas frases de presentación de Ramón Rivero y Rivero, Martí se subió a la tribuna y se dirigió a la absorta multitud que llenaba el local, comenzó su famoso discurso «Con todos y para el bien de todos», diciendo:

Para Cuba que sufre, la primera palabra, y con todos y para el bien de todos, se resume todo el programa a realizar, no solo en aquellos críticos instantes sino también luego, cuando la República sea ya un hecho.

A raíz de este discurso, que fue tomado taquigráficamente por Francisco María González, lector del taller Eduardo H. Gato (de Cayo Hueso), se reinició con mayores bríos la labor revolucionaria; se creó la Liga Patriótica Cubana y se aprobaron unas resoluciones que pueden considerarse un anticipado preámbulo de las bases del Partido Revolucionario Cubano, aprobadas en Cayo Hueso el 6 de enero de 1892 en la histórica reunión celebrada por los delegados de los distintos clubes en el hotel Duval.

En la emigración, la tribuna del lector no fue solo el estrado desde el cual se leían los periódicos y revistas; desde ella se escuchaba el llamado a la libertad, fue madre y refugio de los ideas de los obreros que la cuidaron con pasión y la mantuvieron con sus propios salarios. Por eso, Martí la llamó La Tribuna Avanzada de la Libertad y la usó como pedestal de su propaganda y pronunció desde ella algunos de sus más elocuentes e inspirados discursos, en los que denominaba a los tabaqueros como los «doctores» del proletariado cubano y a los lectores como «graduados del taller». En su famoso discurso revolucionario del 26 de noviembre de 1891 a los tabaqueros de Tampa, los describió como obreros que trabajaban «con la mesa de pensar al lado de la de ganar el pan» y habló de «aquellas fábricas que son como academias con su leer y su pensar continuos, y aquellos liceos donde la mano que dobla en el día la hoja de tabaco, levanta en la noche el libro de enseñar. Trabajador de hojas de tabacos y de hojas de libros».[5]

Años después, en 1949, un antiguo tabaquero recordaba:

Cuando Martí ocupó la tribuna en las fábricas de Tampa y Cayo Hueso para lanzar desde ella su verbo de admonición y combate, fueron los tabaqueros quienes lo comprendieron y siguieron antes que los restantes factores de la emigración. Fueron los torcedores, con sus donaciones, con sus entusiasmos, los primeros revolucionarios. Sin ellos la predicación martiana hubiera caído en el vacío. Y el agente de enlace entre el Apóstol y el taller, entre la palabra de redención y la conciencia colectiva, fue el lector de tabaquería.

Después de su breve visita a los emigrados tabaqueros de Ibor City, Tampa, Martí regresó a New York. Luego, en respuesta a una invitación, regresó a Cayo Hueso el 25 de diciembre de 1891. El 1 de enero de 1892 comenzó la labor que había ejecutado en los otros lugares: discursos en los clubes San Carlos, Círculo Cubano y Patria y Libertad, inflamadas prédicas en todos los talleres de tabaquería. Finalmente, la mencionada histórica reunión en que quedaron aprobadas las bases del Partido Revolucionario Cubano (PRC), redactadas por el propio Martí. Entre los presentes se encontraban numerosos tabaqueros que animaron la creación de organizaciones patrióticas, entre los cuales se puede mencionar a Carlos Baliño, quien más tarde fundó con Julio Antonio Mella el primer Partido Comunista de Cuba.

En fechas posteriores, Martí realizó otras visitas a Tampa y Cayo Hueso y uno de estos viajes lo motivó la huelga declarada en la tabaquería La Rosa Española. Tan importantes para la causa independentista resultaron las organizaciones de los tabaqueros, que el capitán general Manuel Salamanca y Negrete decidió destruir los centros tabacaleros de Cayo Hueso y Tampa para aniquilar la organización rebelde. Para lograr este propósito, se aprovechó la huelga de La Rosa Española, para trasladar a Cayo Hueso los sustitutos españoles. En respuesta, los patriotas organizaron la Sociedad La Tranca y en el muelle esperaron a los rompehuelgas, estaca en mano. El mismo Martí instruyó al abogado Horacio Rubens para que ventilara en los tribunales la ilegalidad de la incursión peninsular. Al cabo la victoria fue de los cubanos, pero los propietarios españoles habían asentado sus fábricas alrededor de Tampa, que llevó al inicio de la decadencia de Cayo Hueso como centro de la conspiración insurreccional.

Aún así, las labores revolucionarias siguieron y todos los tabaqueros daban gustosos 10 % de su salario para apoyar la causa. Otra de las formas de auxilio a los hombres, que durante la Guerra de los Diez Años habían combatido contra las tropas españolas, consistió en brindarles la oportunidad de ganar un jornal y vivir decorosamente en Cayo Hueso o Tampa. A ese efecto, se les permitió aprender oficios lucrativos, mientras que a aquellos cuyo estado de salud no les permitía realizar cierta clase de trabajos, se les buscó empleo como lectores de tabaquería, maestros de escuela, oficinistas, etc., para que no se avergonzaran de vivir a cuenta ajena. Aparte de la contribución voluntaria individual, había otras vías que también producían cuantiosas entradas a los fondos de la libertad: los picnics, veladas patrióticas, funciones teatrales, rifas, bailes y la creación del Día de la Patria, en el cual donaban el salario íntegro de ese día a la revolución.

En 1892, los obreros tabaqueros organizaron y celebraron el Primer Congreso Obrero, no sin provocar persecuciones, por parte de las autoridades, que reconocían en ellos un enemigo preparado y organizado, por lo tanto más peligroso. En el taller de Blas Hernández, se elaboró el tabaco que trajo a Juan Gualberto Gómez la orden de alzamiento para la segunda quincena del mes de febrero de 1895. Tres barcos, el Amadís, Laganda y el Baracoa, trajeron a Cuba la expedición que fracasó por la traición norteamericana, al ser descubiertas las naves en plena travesía. Los tabaqueros debían volver a recuperar lo que perdieron y así lo hicieron para enviar nuevas armas a Cuba.

De ahí que cuando en febrero de 1895 estalló en Cuba la revolución, esta halló a los cubanos del exterior completamente organizados, con sociedades revolucionarias, cuyo objeto no era solo la propaganda política, sino principalmente levantar fondos. Todo gracias al genio, el espíritu tenaz e indomable, la palabra inspirada y el ardor patriótico de Martí, que logró realizar este milagro. Cuando Martí cayó en Dos Ríos el 19 de mayo de 1895, los tabaqueros cubanos no se dieron por vencidos ni se desanimaron, sino que aumentaron las colectas individuales, los gremios obreros pusieron sus fondos de resistencia y auxilio en disposición de la revolución y fueron muchos los trabajadores que abandonaron la chaveta y partieron rumbo a Cuba a vengar la muerte de Martí y a ofrecer sus vidas en aras de la patria.

En 1898, España fue expulsada de la isla, gracias a la victoria de los cubanos, que fue ignorada por los norteamericanos que intervinieron el país. Los tabaqueros habían perdido sus fondos en manos de los norteamericanos y su confianza hacia el gobierno estadounidense fue traicionada. Los negros liberados después de la abolición definitiva de la esclavitud en 1880, a pesar de su condición de hombres libres eran discriminados con los peores trabajos y los salarios más bajos, junto con las mujeres que se insertaron en los trabajos obreros como mano de obra barata, encargadas a partir de entonces del despalillo del tabaco, en los cuales no se leía porque las féminas no tenían que cultivarse ni aprender. Se les discriminaba como a los ex-esclavos y muchas se insertaron en la lucha por defender su igualdad de pensamiento y obra.

En la etapa de la colonia, la historia de las lecturas de tabaquerías se funde con la del movimiento proletario tabacalero. Los lectores de tabaquerías junto a los demás obreros participaban en las huelgas y los paros, los mítines y las reuniones, la recaudación de los fondos y transportación de armas, así como en todas las luchas por la independencia de Cuba. Lectores de tabaquerías, de intensa labor patriótica entre los emigrados, fueron, entre otros, José Dolores Poyo, el amigo y auxiliar desinteresado y valioso de Martí; Francisco María González Quijano, buen orador y con una actitud destacada de servicio para difundir en la prensa, gracias a su personalidad de captador eficiente, el torrente emotivo de los discursos del Apóstol; Luis Valdespino, autor y artista de teatro; Honorato Domínguez, también actor, y Víctor Muñoz, quien después de servir a los intereses de la patria desde los Estados Unidos, adquirió en los primeros años de la vida republicana una enorme popularidad que lo llevó a un puesto de Concejal del Ayuntamiento Habanero, desde la boleta electoral de un partido político de reciente formación y escasos seguidores.

Lectura en las tabaquerías de la República

Al implantarse la República en 1902, no se consideraron los enormes aportes del tabaquero al movimiento de independencia. Subsistían aún los basamentos coloniales hispánicos discriminantes para el nativo en los sectores más retribuidos. Solo era accesible al hombre, el aprendizaje del oficio de tabaquero y a la mujer el de despalilladora. Los demás departamentos se nutrían con españoles emigrados que aprendían a rezagadores, escogedores, fileteadores, etc., y después de algunos años llegaban a capataces y encargados. Nada había cambiado el nuevo régimen para los criollos operarios del tabaco.

En la misma fecha, 90% de la exportación total de cigarros y tabacos en Cuba estaban bajo el control de la American Cigar Company, producción que representaba 50 % de la elaboración total de estos productos en el país. Pero el trust norteamericano también se afectaba con la férrea muralla aduanal de los Estados Unidos, que los privaba de vender el tabaco en el mejor mercado; a esto se sumaron los problemas sociales que tuvo que enfrentar en la República. Por eso, muchas fábricas emigraron a los Estados Unidos y, junto a ellas, muchos tabaqueros, que buscaron empleo y mejores salarios. Se repetía la historia de antes de 1898.

Esto dio lugar que a mediados de noviembre del 1902, los tabaqueros de la fábrica Villar y Villar demandaran determinadas reivindicaciones, entre las que se encontraba, la libre admisión de obreros cubanos en todos los departamentos de la industria sin exclusión de raza y el aprendizaje de los demás sectores. La petición no fue atendida y el movimiento se hizo general para extenderse al interior del país y a otras ramas como la del transporte. Se originaron sangrientos encuentros entre huelguistas y las fuerzas armadas, se creó una grave situación que se frenó sólo con la intervención del General Máximo Gómez, que pidió a los trabajadores que depusieran su actitud, y les ofreció su mediación para solucionar el problema planteado. No obstante, este ofrecimiento, la huelga se perdió sin que se pudieran obtener todas las peticiones y en una asamblea, realizada el 30 de noviembre de 1902 en el teatro Cuba, se acordó la vuelta al trabajo.

En ese mismo año quedó organizada la Liga General de los Trabajadores Cubanos, que recogió casi la totalidad de los tabaqueros integrados en la vieja Alianza Obrera. La derrota sufrida en noviembre de 1902 incidió en la dispersión de la organización, y los torcedores volvieron a la antigua práctica de los gremios por taller. Es así como en los primeros años de la república, los tabaqueros quedaron sin una organización formal, los gremios y sociedades estaban diseminados y sin nexo, se unían solo en las huelgas.

A partir de 1906, la exportación de tabaco torcido comenzó a disminuir y no es hasta los últimos años de la Primera Guerra Mundial que logró alzar un poco. Los salarios comenzaron a bajar y los que se mantuvieron trabajando en la rama y no emigraron, comenzaron a enfrentar los inicios de una de las épocas más difíciles en la economía tabacalera de Cuba. El 22 de febrero de 1907 se declaró un paro general en las tabaquerías de La Habana, secundado posteriormente por las del interior del país. El dirigente máximo de ese movimiento fue Emilio Sánchez.

La huelga tuvo como origen la reclamación del pago de jornadas y salarios en moneda americana. En esa época, los obreros de la industria del tabaco devengaban su salario en oro español, se cotizaba la plata y La Habana estaba llena de vidrieras de cambio (casas de cambio). Esta operación redujo considerablemente las jornadas de los tabaqueros y constituyó un verdadero abuso, porque el dólar se cotizaba a un peso cuarenta centavos moneda española. La Huelga de la Moneda (americana) se mantuvo 4 meses, con el auxilio de todo el pueblo y de los tabaqueros de Tampa y Cayo Hueso; con ella se demostró la cohesión y disciplina del obrero tabacalero; el triunfo de las demandas se produjo el 15 de junio de 1907. Posteriormente, se organizaron en la Federación de Tabaqueros, dirigida por el propio Emilio Sánchez.

La federación fue liquidada cuando fracasó el movimiento de «no rebaja» de los precios del tabaco, emprendido por los tabaqueros. Esta situación se mantuvo hasta 1914 en que los tabaqueros, haciendo gala de su tradición de lucha, comenzaron nuevamente a consolidar su organización. En este año se crearon en toda la provincia Sociedades de Resistencia, con el objetivo de obtener fondos para eventuales huelgas, la construcción de un edificio social, la compra de una imprenta, el fomento de bibliotecas y escuelas, la publicación de un periódico, la protección y ayuda a los familiares de los tabaqueros muertos y otros fines de beneficio proletario. En pocos años, la asociación, que en 1925 sería la Sociedad de Resistencia de Torcedores de La Habana, llegó a tener un fondo de 38 000 pesos en el Banco Español. Lamentablemente, ese dinero se perdió a causa del crack bancario de 1920, pero este duro golpe no destruyó el espíritu combativo de los torcedores que para entonces contaban con una imprenta propia.

Durante la regencia de Mario García Menocal, los movimientos huelguísticos fueron numerosos. En el segundo período de su gobierno, se consolidaron las organizaciones gremiales de las provincias de La Habana y Pinar del Río en la Federación Biprovincial, con el reconocimiento por parte de los fabricantes (organizados también). Su máximo líder fue José Bravo Suárez, quien traicionó a los tabaqueros y huyó a México con el dinero que estos habían reunido luego de la enorme pérdida de 1920.

En el gobierno de Alfredo Zayas Alfonso, se creó una Federación Nacional integrada por tres federaciones biprovinciales, en la que entraron todos los tabaqueros de Cuba, en una organización potente, respetada por el gobierno y los fabricantes. Pero el año 1921 fue uno de los peores para la exportación del tabaco y no es hasta 1925 que esta actividad aumenta ligeramente para derrumbarse otra vez en los años subsiguientes.

Como se mencionó anteriormente, la mayoría de las fábricas de tabaco pertenecían a los norteamericanos, que además eran dueños del mejor mercado para la exportación. Los fabricantes cubanos tenían que «mendigar» sus exportaciones frente al poderío estadounidense; por ello comenzaron a crearse diferentes comités para promover el tabaco ciento por ciento cubano y manual, desacreditando el hecho a máquina o el de propiedad estadounidense. Así, el 12 de julio de 1922 se dictó la ley mediante la cual se creó la Comisión Nacional de Propaganda y Defensa del Tabaco Habano, cuyas funciones eran dirigir y hacer la propaganda de los méritos del tabaco Habano cubano a favor de la clase dominante.

Los tabaqueros continuaban con la idea de construir un edificio social y en una extraordinaria asamblea se acordó emitir una edición de bonos de 5 pesos cada uno, para comprar el terreno y fabricar el inmueble. En 1924, se colocó la primera piedra en la calle San Miguel y Marquez González. La obra costó 85 000 pesos y fue dirigida por el ingeniero Abel Fernández. En este edificio se instalaron las escuelas, las bibliotecas y la imprenta de la Sociedad de Torcedores; dicha edificación aún se conserva y funciona en la actualidad como el Palacio de los Torcedores.

En el año 1925, con el gobierno de Gerardo Machado se hizo un nuevo intento de implantar la máquina torcedora de tabaco, que llevaría al desempleo de muchos obreros, más negros que blancos y, además, un aumento de la producción que disminuiría los precios y afectaría directamente a los pequeños productores, lo que los obligaría a cerrar sus fábricas. En ese mismo año, a iniciativa de los tabaqueros de La Corona, quedó fundada la Sociedad de Resistencia de Torcedores de La Habana, la que, unida a otras análogas radicadas en poblaciones del interior, dio lugar a la Federación Biprovincial de Torcedores de La Habana y Pinar del Río. Luego, a raíz del Congreso Nacional de Tabaqueros, celebrado en Santa Clara en 1926, esta organización se convirtió en la Federación Nacional de Torcedores, la que al fracasar la huelga de 1932, se dividió nuevamente. Los tabaqueros de La Habana, al caer el gobierno de Machado en 1933, destituyeron a los dirigentes de su Sociedad, y cambiaron a esta el nombre por el de Sindicato. Fue allí, en el Sindicato de Torcedores, donde se gestó la monumental construcción de la Central Sindical Única y donde se alzó la figura de Lázaro Peña, operario y lector ocasional de tabaquería, algo que le permitió superarse de manera autodidacta.

Los tabaqueros se mantuvieron en su lugar de vanguardias del movimiento obrero. Fue magnífico ambiente para la propaganda política de Julio Antonio Mella, cuyas universidades populares se llenaron de tabaqueros en San Antonio de Los Baños y La Habana. Mella fue su ídolo, los lectores en los talleres leían ávidamente los manifiestos estudiantiles salidos de la imprenta de la FEU. Toda la divulgación política contra Machado pasó por las tribunas de las tabaquerías y en los momentos más agudos del terror, las proclamas circulaban allí de mano en mano. Conjuntamente con un viejo colaborador de José Martí, Carlos Baliño, tabaquero de la emigración desde tiempos coloniales, Mella constituyó, en 1925, el primer Partido Comunista de Cuba. Ese año se creó la Confederación Nacional Obrera de Cuba (CNOC), gracias a la fuerte labor revolucionaria que mantenían los tabaqueros, fuera por su propia mejora o por apoyar al movimiento estudiantil en contra de la dictadura.

En 1926, comenzó la campaña de los obreros tabacaleros en contra de la máquina torcedora de tabacos, utilizada desde inicios de la República, pero que cobró auge a partir del año anterior; se produjeron entonces, huelgas, paros y boicots a los productos de esta. Durante dos años, se mantuvieron estas acciones que en 1928 tomaron un carácter nacional. Los torcedores organizaron excursiones a distintos lugares del país para movilizar a los trabajadores y celebrar mítines en lugares públicos y contaron con el concurso de las autoridades locales, una situación que perduró hasta 1930.

A la muerte de Mella, en 1929, hubo fuertes protestas y, al cumplirse el año de su fallecimiento, se paralizó el trabajo en toda la Isla durante una hora, cuyos primeros quince minutos los tabaqueros los pasaron de pie y en silencio. A la muerte de Trejo, en 1930, algunas sociedades de tabaqueros se unieron a las protestas y se adhirieron al manifiesto del Directorio Estudiantil Universitario, lo que les costó la expulsión de la federación. A partir de este año, comenzó una ola de desempleo y lucha encarnizada de las masas populares contra el gobierno. Esta etapa de violentas luchas correspondió con una aguda crisis económica en la industria del tabaco. El comercio decayó y apenas circulaba el dinero. En estas circunstancias, los fabricantes solicitaron una rebaja en los precios que les fue concedida en 1931. Luego volvieron a solicitarla y les fue negada esta vez, lo que provocó una huelga de más de 180 días en los que el trust norteamericano se llevó sus fábricas y la economía casi se desmoronó. Los fabricantes bajaron los salarios y subieron los impuestos, provocaron entonces que todos o casi todos los tabaqueros dejaran los trabajos. Pero, con el tiempo tuvieron que volver a sus puestos para poder vivir.

En 1933, estalló la huelga política general contra Machado, dirigida por la Confederación a la que se unieron todos los tabaqueros. La tendencia sindicalista se manifestó entre los tabaqueros al influjo de la Confederación Nacional de Obreros de Cuba (CNOC), todas las sociedades se convirtieron en sindicatos con el objetivo de crear el Sindicato Nacional de Industria, que ocupó el lugar de la antigua Federación Nacional de Trabajadores.

Tras este triunfo, algunos fabricantes que habían mudado sus fábricas de su lugar de origen por miedo a los tabaqueros, se negaron a volver, lo que provocó la declaración de una nueva huelga y un boicot. Era el momento de mayor agitación obrera después de la caída de Machado. Todo el tabaco se trasladaba a los Estados Unidos para ser elaborado allá. Se movilizó al Comité Conjunto y se le exigió a Antonio Guiteras (secretario de Gobernación), que desembarcara el tabaco o tendrían una huelga general nacional y Guiteras accedió. Esta situación duró meses, en los que no se exportaba tabaco de ningún tipo. Pero, en el gobierno de Mendieta, en 1936, tras una sangrienta lucha, todo volvió a la normalidad y la Confederación de Tabaqueros fue lanzada a la ilegalidad. En dicha fecha, quedó constituida la Federación Tabacalera Nacional (FNT), que un semestre más tarde adquirió personalidad jurídica, al obtener su inscripción como Asociación Provincial. El 4 de febrero de 1938 le fue concedido el carácter de organización nacional.

Con tales acontecimientos sociales, económicos y políticos, el trabajador tabacalero se tornó un reflejo de la depauperada economía nacional, aunque ello no disminuyó sus ansias de lucha y organización de los obreros del tabaco. Por eso, bajo la dirección de la FNT, se auspiciaron actividades como el Primer Congreso Tabacalero, del 4 al 5 de diciembre de 1938; la primera Conferencia Nacional de Despalilladores, efectuada en La Habana, el 14 de mayo de 1939; diversas concentraciones y desfiles para demandar sus necesidades; la promulgación de decretos que mejoraran la calidad del tabaco y del trabajo de los tabaqueros, etcétera.

Para 1940, la precaria economía cubana y el desempleo provocado por ella arrojaron unas estadísticas escalofriantes en las que se demostró que solo trabajaban 5 de cada 100 obreros que laboraban en 1906. De 1943 a 1944, hubo una pequeña mejoría en la exportación de tabaco que terminó al culminar la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), cuando muchos mercados importantes, como el británico, se habían perdido.

El período de posguerra se caracterizó por la agresividad de los monopolios nacionales y extranjeros, en sus ansias de apoderarse de los sectores económicos que no estaban bajo su influencia y en una mayor explotación de aquellos dominados por ellos. De nuevo la máquina torcedora amenazaba a los trabajadores, pero estos se mantuvieron unidos y crearon una comisión para analizar la mecanización en 1945, se acordó la confección de un censo de la industria tabacalera que finalizó el 12 de septiembre de 1946, para dar paso a los trabajos de la Junta de Economía de Guerra y el Comité de la Industria Tabacalera que dio existencia al Fondo de Estabilización Tabacalera.

Tras la segunda toma de posesión del gobierno de Ramón Grau San Martín, este simuló respetar la Central de Trabajadores de Cuba (CTC) y hasta se entrevistó con dirigentes del Partido Socialista Popular (PSP), pero lo que hizo fue minar dichas organizaciones con asalariados de ideas anticomunistas que provocaron la creación de «organizaciones obreras» fraudulentas, la organización de congresos separatistas que boicotearon las verdaderas manifestaciones obreras y conminaron a los verdaderos líderes como Lázaro Peña a que abandonaran el movimiento obrero so pena de morir «accidentalmente».

En 1947, los tabaqueros lograron eliminar la máquina torcedora de la mayoría de los talleres, tenían bien sentadas las bases de las organizaciones obreras, habían logrado organizarse nacionalmente y una simple huelga de pueblo podía convertirse en un paro nacional, que obligaba a las autoridades a responder de inmediato.

Hasta este decenio de la República, los lectores de tabaquería fueron fuertes pilares en las organizaciones, propagandas y acciones de los tabaqueros en contra de los gobiernos títeres de turno. Tuvieron que librar su propia lucha contra la radio, contexto que se inició cuando los primeros aparatos llegaron a La Habana y uno de ellos fue instalado en la fábrica de Cabañas y Carvajal para trasmitir la Serie Nacional de Béisbol de 1923. Pero lector y radio lograron convivir, la lectura prosiguió con la novedad que, con el decursar de los años, se le adicionó el micrófono y el amplificador. Los tabaqueros escuchaban noticias y música que llegaban a ellos por la radio, pero cuando surgían acontecimientos de importancia y era imprescindible reclamar de ellos su calor y su esfuerzo, ocupaba la tribuna un compañero cuya voz, al igual que en otros tiempos, los unía en una misma emoción.

La fábrica Cabañas, la única que no renovó la lectura después de la Guerra de Independencia, cambió de domicilio, al trasladarse, en los comienzos de la República, desde su antigua residencia en Dragones No. 6 entre Industria y Amistad, al moderno edificio que los torcedores llamaban la Casa de Hierro, por haber sido una de las primeras construcciones que se levantaron en La Habana con una armazón de ese metal.[1] Allí se establecieron las oficinas y partes de los talleres de la Tabacalera Cubana, S.A. y la tribuna del lector en el nuevo local fue inaugurada por Víctor Muñoz, uno de los mejores lectores de Cuba, conocido por los tabaqueros por el apodo de El Abogadito y que igualmente se distinguió como periodista de excepcionales facultades en los más importantes diarios de la capital, a quien se atribuye además la instauración en Cuba de la celebración del Día de las Madres el segundo domingo del mes de mayo.

La práctica de la lectura se mantuvo en los talleres. En las tabaquerías leían Leopoldo Tejedor, actor notable en el teatro vernáculo; Ambrosio Borges, Representante a la Cámara; Francisco Cabal y Flores, Eusebio Coll, Manuel Castelló, Pancho, el mexicano; Manuel Alfonso y Juan Pastor, quien durante largos años ocupó la tribuna de Partagás; José Manuel Cortina, uno de los mejores oradores de Cuba, de joven fue lector en Caruncho; Hevia el Trichuelo; Bernardo Lobo; Celestino Álvarez, Manuel González, Pedro Eloy Fundora, el Decano Córdova, Facundo Acción y Martín Morúa Delgado.

Llegada la década de los años 1950, los lectores mantenían su condición de trabajadores de los tabaqueros. Según el prestigio de la fábrica, representado por su marca, lo que a su vez incidía en los salarios de los trabajadores, estos donaban desde 5 hasta 25 centavos de su salario semanal para pagarle al lector. Para ese entonces, se utilizaba el micrófono para ayudar al lector, aunque la lectura sólo llegaba a la galera y el despalillo y no incluía el resto de los departamentos que conforman una tabaquería.

La lectura era sugerida por los propios tabaqueros, los cuales al entrar el lector para comenzar la lectura ponían encima de la tribuna lo que deseaban que se leyera ese día. Siguiendo la tradición de sus inicios, el Presidente de Lectura sonaba una campanita, llamando a la disciplina y el silencio para dar comienzo a la lectura. La actividad, con una duración de 180 minutos diarios, se dividía en cuatro turnos de 45 minutos cada uno, dos en la mañana y dos en la tarde. En los turnos matutinos, se leía la prensa plana, revistas y los materiales de propaganda política divulgados por el PCC, Directorio Revolucionario, la FEU, y el Sindicato Tabacalero. En los turnos vespertinos, se leían novelas, clásicos de la literatura y, sobre todo, libros con fuerte contenido referente a las luchas sociales y los movimientos proletarios. En esas horas los tabaqueros se instruían, aprovechaban las obras para saciar su ansia de ilustrarse y valoraban a la lectura como el importante medio que tenían para aprender y formarse como clase social.

La situación de los tabaqueros en las fábricas no era tan difícil como en las épocas anteriores. La patronal, como se le llamaba a los dueños, no se ocupaba de lo que estos hacían y, por lo tanto, no era un obstáculo para las lecturas en contra del gobierno. En muchas ocasiones, los dueños hasta se ponían a favor de los tabaqueros cuando la policía irrumpía en una fábrica a llevarse a los revoltosos y revolucionarios, como sucedió en Partagás, en 1958, cuando el lector terminó de leer La Historia me absolverá, única lectura pública que se hizo de esta obra antes de 1959.

En vísperas del triunfo revolucionario, los tabaqueros contaban con una fuerte unidad y solidaridad en su sector y con otras ramas. Estaban organizados y preparados para continuar la lucha en contra de la opresión capitalista y fueron un fuerte apoyo en las ciudades para la consolidación de la victoria rebelde el 1ro de enero de 1959.

Lectura en las tabaquerías en el período posrevolucionario

El triunfo de la Revolución fue abrazado por los tabaqueros que salieron de sus fábricas a celebrar su conquista. Ya no tenían que rendirle cuenta a nadie de lo que se leía en sus fábricas. Ya no había que recaudar los fondos para apoyar la revolución o para sobornar a los esbirros de la tiranía. Al fin eran libres para crear sus propias organizaciones con la libertad de difundir sus ideas de clase trabajadora sin recibir la crítica de los medios o la prohibición del gobierno o la persecución de sus dirigentes.

Los lectores de tabaquería, como parte de la revolución que triunfó, pudieron extender su radio de acción a las escogidas y despalillos. Dejaron de ser pagados por los tabaqueros, ahora cobraban como un operario más de la fábrica. No se pudo precisar cómo era el pago del lector antes de la promulgación de la Instrucción No. 2214 de la Organización del Trabajo y Seguridad Social, del 25 de junio de 1983, por eso esta fecha se toma como punto de partida legal del oficio, suponiendo que anteriormente el pago del lector era producto de un subcontrato. A raíz del VIII Congreso Tabacalero, luego de haberse llevado como propuesta en los Acuerdos del I Encuentro de Lectores de Tabaquerías Escogidas y Despalillos, realizado del 19 al 26 de noviembre de 2003, se clasificó en el calificador de cargos la plaza del lector como Técnico de Lectura, se le hizo un reajuste de salario de 198 pesos a 230 pesos y un reconocimiento desde el punto de vista social por la magistral labor que desempeñaba. Además se le otorgó un carné que lo identificaba para viabilizar su acceso a bibliotecas, centros de información, así como otras instituciones a las que necesitara asistir, de acuerdo con sus intereses.

Se operaron cambios fundamentales y decisivos desde el punto de vista conceptual, y la actuación puramente masculina pasó a femenina también. Tradicionalmente, la lectura en las tabaquerías fue una labor reservada a los hombres, en la historia la presencia de la mujer se registraba en aislados casos. Pero con la creciente incorporación de esta al trabajo y su integración a todas las tareas de la Revolución, se inició la lectura con voces femeninas, cambio que fue bien recibido por los tabaqueros. Ellos reconocieron en las mujeres la paciencia, disciplina y sacrificio que se requiere en la actividad de leer. Por otro lado, el bajo salario inicial de la profesión hizo que los lectores ocuparan plazas de más remuneración; así se adentraron las mujeres en la lectura de las tabaquerías y hoy representan la mayoría en el oficio.

El trabajo de los lectores comenzó a ser regido por el Consejo Técnico Asesor, que tiene su sede en el Museo del Tabaco de la Oficina del Historiador. Este Consejo se ocupa de elevar la cultura de los lectores, intensificar su capacitación de forma sistemática, divulgar su quehacer, así como trazar metas de trabajo en correspondencia con las necesidades existentes. El Consejo se reúne de forma trimestral y por medio de un plan de trabajo consolida en cada centro actividades de carácter específico, según las particularidades del lugar.

Si en períodos anteriores eran los propios tabaqueros los que elegían sus lecturas y a su lector, tras el triunfo de la Revolución, en cada tabaquería, despalillo o escogida existe o debe existir una comisión de lectura, integrada por un presidente, un vicepresidente, un representante sindical, un administrativo, el lector y dos vocales (un joven y un trabajador destacado). Esta estructura es la encargada de seleccionar y aprobar al lector del centro, facilitarle la documentación y valorar los géneros que se abordan en las lecturas. Se trata de buscar un equilibrio entre estas y se propone en asamblea con los trabajadores, los títulos para su aprobación. Se organizan en todas las tabaquerías, conjuntamente con la sección sindical y las casas de cultura de la localidad donde está enclavada la fábrica, las actividades de los Jueves de la Cultura, realizadas en las tardes de este día. En las jornadas participan artistas aficionados de las casas y de las tabaquerías, y se imparten conferencias, charlas, etcétera.

La comisión de lectura exige al lector el uso de su carné, dentro y fuera del centro, sugiere iniciativas que enriquezcan el trabajo del lector, propone a los trabajadores en asamblea la música que se escuchará; busca una compatibilidad entre las generaciones existentes y supervisa que entre turnos de lectura, se difundan informaciones, telenovelas y música para que no quede un espacio vacío que pierda el efecto de cultivar la inteligencia de los obreros tabacaleros.

Existe un reglamento para la lectura con el uso de la radio base, aprobado el 20 de julio de 1998, que sentó las pautas para definir las funciones del lector, a la vez que le ha servido de guía en su tarea y ha evitado la confusión en las fábricas sobre su contenido de trabajo. E l surgimiento de la radio base permitió la salida de la lectura a todos los departamentos de las fábricas, lo que cambió sus condiciones totalmente, de lectura a tabaqueros (refiriéndose a los torcedores), a lectura para anilladores, despalilladores, escuela de tabaqueros donde se concentraban los aprendices, la dirección del centro, la recepción y demás.

Por su parte, el Sindicato Tabacalero se encargaba de llevar a los lectores a sistemáticos ejercicios de capacitación por medio de las Escuelas Provinciales del Partido, de la CTC, la Sociedad Cultural José Martí, las universidades, las emisoras radiales y las bibliotecas. E l Sindicato, a demás, instituyó su jornada de celebración enmarcada del 19 al 26 de noviembre, como digno homenaje a las palabras con que el Apóstol, un 26 de noviembre del año 1891, se dirigió a los tabaqueros en Tampa:

El corazón se me va a un trabajador como a un hermano. Unos escribiendo la hoja y otros torciéndola. En una mesa tinta y en la otra tripa y capa. Del tabaco solo queda la virtud del que lo trabaja, de la hoja escrita tal vez la razón de su derecho y el modo de conquistarlo.

Durante esta jornada, se realizaban lecturas en las tabaquerías, despalillos y escogidas, relacionadas con las efemérides martianas que se enmarcaban en el período. Se establecieron conversatorios sobre la vida y obra del Apóstol, donde participaban los jubilados, y se fomentaba la constitución de bosques, jardines y clubes martianos, con más de 5 000 trabajadores, como parte de las actividades conjuntas con la Sociedad Cultural José Martí.

También esta fecha se tomó para organizar cada dos años los Encuentros de Lectores de Tabaquerías, Despalillos y Escogidas, celebrados en dos oportunidades desde que se pusiera en práctica la idea propuesta en el VIII Congreso Tabacalero: el primero se realizó en el año 2003 y el segundo, el 24 de febrero de 2005. En los encuentros se tomaron acuerdos a favor del desarrollo de la lectura, su perfeccionamiento y mayor alcance en los nuevos tiempos. Asistía una representación de cada provincia, que luego se reunía con sus coterráneos y les trasmitía sus experiencias para compartirlas además con los obreros tabacaleros, deseosos de conocer los adelantos de su lectura.

En la Cuba socialista, la lectura logró el reconocimiento social y laboral que desde su creación se había buscado. Actualmente, después de tantos cambios contextuales, los lectores se han convertido en la fuerza política e ideológica de la organización sindical, ocupan un cargo dentro de su sección, que convenientemente debe ser en la esfera de educación y propaganda. El sindicato ha sabido aprovechar las dotes de los lectores como comunicadores, para convocar el histórico espíritu de justicia y combate que ha caracterizado al obrero del tabaco.

La lectura de tabaquerías, y luego de la década de los años 60, también de despalillos y escogidas, ha mantenido su esencia prácticamente inalterable a lo largo de más de un siglo. Actualmente, ha alcanzado su verdadero carácter formador y un perfil definitivo con la incorporación de las mujeres a la lectura, como un inconfundible signo de los nuevos tiempos.

Aunque el proceso de la lectura ha perdido parte de su tradición, se trabaja para reincorporar la costumbre de un Presidente de Lectura que toque la campanita al inicio y al final de la actividad para mantener el respeto y la disciplina que la lectura merece.

Los lectores trabajan para explotar las potencialidades del libro en una misión que aún no se logra de forma perfecta. Recopilan materiales, seleccionan la literatura, que varía los géneros para diversificar los gustos de los obreros que en ocasiones prefieren literatura monotemática y carente de profesionalidad o de sentido formador de clase, tan buscado por los iniciadores de la institución, en un sector históricamente politizado e instruido de la sociedad cubana.

En la actualidad, el objetivo principal de la lectura es «enseñar y cultivar intelectualmente a los trabajadores, dignificar su condición de clase obrera, continuar y fomentar los valores revolucionarios, motivar al trabajo y a las tareas de la Revolución». En medio de la Batalla de Ideas, el objetivo se ha ampliado a «enriquecer la espiritualidad de la clase obrera tabacalera orgullosa de sus lectores».[8]

Hoy, en Cuba, la lectura en los talleres es una magnífica tribuna de difusión de textos revolucionarios y de los discursos de Fidel y otras altas figuras de la Revolución. Hoy la tribuna del lector es la Revolución.

Curiosidades

  • Es una tradición que si los trabajadores quedan satisfechos con la labor del lector de tabaquería suenen contra las mesas a manera de aplauso sus chavetas (cuchillas planas de metal con las que cortan la hoja del tabaco), pero si están insatisfechos, entonces tirarán al suelo dicha herramienta.
  • Se le atribuye a las lecturas de las novelas El Conde de Montecristo (de Alejandro Dumas), así como Romeo y Julieta (de William Shakespeare), el haberle adjudicado tales nombres a vitolas (medidas de calibre o formas de puros devenidas en marcas cubanas) que han alcanzado fama mundial. La primera de esas obras de la literatura universal se dice que fue una de las favoritas, cuya lectura pedían los trabajadores torcedores de las fábricas de puros cubanos.
  • La del lector de tabaquería es una labor que entretiene y eleva el nivel cultural de quienes lo escuchan día a día. A través de una voz con rostro conocido ellos están al tanto de las últimas noticias nacionales o internacionales y lo mejor de la literatura universal y cubana, además de otras opciones de interés del sector. El reconocido escritor y periodista espirituano, ya fallecido, Tomás Álvarez de los Ríos, también realizó esa labor en una época de su vida. Igualmente desempeñó en algún momento esa función el bardo Fayad Jamís, quien desde su México natal vino a residir de pequeño al poblado de Guayos, a unos 13 kilómetros de la ciudad de Sancti Spíritus, donde estableció con Tomás una entrañable amistad. A ciencia cierta se desconoce cuántos lectores de tabaquería existen actualmente en el país, pues son contratados por los colectivos obreros, pero se calcula son 213.

Fuentes

  • Enciclopedia universal ilustrada europeo-americana, tomo XXIX, pág. 1293. Madrid: Espasa-Calpe, 1967.
  • Real Academia Española (2001): Diccionario de la lengua española (pág. 2118). Madrid: Espasa-Calpe, 2001.
  • Perdomo, J. E. (1940): Léxico tabacalero cubano (págs. 77-79). La Habana: El Siglo XX. 1940.