Mariano de Cavia

Mariano de Cavia y Lac
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NombreMariano Francisco de Cavia y Lac
Nacimiento25-IX-1855
Zaragoza, Bandera de España España
Fallecimiento14-VII-1920
Madrid, Bandera de España España

Mariano de Cavia y Lac (Zaragoza, 25-IX-1855 - Madrid, 14-VII-1920). Es el periodista de mayor relieve nacional de su época.

Datos biográficos

(Zaragoza, 25-IX-1855 - Madrid, 14-VII-1920). Es el periodista de mayor relieve nacional de su época, «la joya exquisita de la prensa española» (Castro Serrano); equiparable a Larra, para Bonilla San Martín; «el águila del Moncayo que hizo reverberar durante medio siglo el alma aragonesa sobre todos los desfallecimientos de la patria» (Antonio Zozaya); «la suprema dignidad interna revestida del más extremado atildamiento exterior» (Félix Lorenzo); «un hombre honrado, un patriota de ardiente corazón, un escrupuloso cumplidor de sus deberes sin otra ambición que la de contribuir al engrandecimiento de España» (Heraldo de Aragón); en fin, y para don Miguel de Unamuno, «una vida pública ejemplar».

Hijo de Francisco, notario de Zaragoza, y de M.ª Anselma Lac, zaragozana, el mismo día de su nacimiento fue bautizado en el Pilar e inscrito en el tomo XII, folio 241 de su Libro de Bautizos. Estudió Humanidades con los jesuitas de Carrión de los Condes (Palencia) y volvió a Zaragoza a los quince años para cursar la carrera de Derecho, que no terminó. Colaboró en Revista de Aragón, Diario de Avisos de Zaragoza, Diario de Zaragoza y El Cocinero. En 1881, con Jerónimo Vicén («Juan Ruiz») y Agustín Peiró («Antón Pitaco») fundó El Chin-Chin, semanario satírico de perra gorda, que duró seis números. Mantuvo noviazgo con Pilar Alvira y Almech, roto por oposición familiar, pero, al separarse, los enamorados se prometieron mutua soltería y lo cumplieron.

En 1881, y por instigación del actor Rafael Calvo y del empresario Felipe Ducazcal, marchó a Madrid, a los veintiséis años, e ingresó en El Liberal, donde permaneció -salvo cinco meses de ese mismo año, en los que dirigió el Diario Democrático de Tarragona, del conde de Rius- hasta 1895, y muy pronto fue considerado, según «Fernanflor», como «la perla» de la redacción. En abril de 1895 se separó de El Liberal y tras breve estancia en Heraldo de Madrid, a fines de año, pasó a El Imparcial -publicando allí su primer artículo, «La misa del ateo», el 14 de diciembre-, y en él siguió trabajando hasta 1917. En ese artículo proclama su personalísima devoción a la Virgen del Pilar y su peculiar concepto de su basílica. Entre nosotros, afirma, «el que no cree en Dios, cree en la Virgen del Pilar». Él mismo llevaba al cuello su medalla el día en que expiró. Y en cuanto al Pilar, es «mitad Templo del Señor, mitad Alcázar del pueblo», cuyos componentes contemplan «extasiados y llenos de fe el manto bárbaramente esplendoroso de la Virgen». El Pilar, pues, pero también la jota, que, «lo mismo en el alfabeto que en el canto popular, es el símbolo del españolismo; que es, ante todo y sobre todo eso, una expresión de firmezas cívicas anhelos populares y patrióticas vehemencias».

Y es que el aragonesismo de Cavia, como su españolismo, era vehemente, más poderoso aún que su mordacidad, que solía denostar ciertos aspectos oficiales de la religión y el patriotismo. La Virgen, la jota, Aragón, Zaragoza. Sólo habló de Zaragoza para ensalzarla y con motivos gratos. «Jamás -escribió Heraldo- se mezcló en las pequeñas querellas locales». Más de una vez, diría en cambio: «mi madre Zaragoza», «mi adorada Zaragoza», «mi Zaragocica». Y es que, como dijo Blasco Ibáñez, «fue un enamorado ardiente de su tierra natal». «De entonces acá -subrayó «Clarín»- no ha hecho Cavia más que seguir siendo aragonés». Y aragonés absorbente: «A la Virgen no le hace sombra nada, ni nadie», dijo, por ejemplo, hablando del Día de la Raza. Y aragonés unitario, como en aquella su famosa copla: «Como cintas de alpargata / son Castilla y Cataluña; / y Aragón, que está en el medio, / el ñudo que las añuda». Ese aragonesismo le llevó a una permanente defensa y elogio de las grandes figuras aragonesas de la Historia y de su época.

Era un individualista. Vivía en un hotel, pero «le tenía puesto piso a su biblioteca», que, a su muerte, sería malvendida. Rehuía toda popularidad: «Dejen vivir», contestaba al zafarse, y alegaba su mala salud o, más sinceramente, su modestia y su soberbia, equiparables. En 24-I-1916, el rey Alfonso XIII, a propuesta del ministro Julio Burell, le otorgó la gran cruz de la Orden Civil de Alfonso XII, «en atención a los relevantes servicios prestados a la cultura nacional». El Estado reconocía así «su labor de magisterio público por medio de la prensa, su martilleo cotidiano en el hierro frío de nuestra máquina mental española, que fue continuo, sin sobresaltos ni estridencias, podríamos decir que consuetudinario» (Unamuno). El Ayuntamiento de Zaragoza le declaró entonces hijo meritísimo de la ciudad, y un grupo de exploradores zaragozanos fue andando hasta Madrid para comunicarle tal honor personalmente.

Poco después, el 24-II-1916, la Real Academia de la Lengua, por unanimidad, le otorgó su sillón A; pero no llegó a ingresar, por su mal estado de salud o, como Unamuno pensaba, «por fino, elegante, independiente desdén». Su discurso hubiera versado sobre «el lenguaje aragonés». Lo conocía a la perfección, y en él tiene escritos admirables artículos y relatos. Pero el idioma que defendió, en campaña que duró toda su vida, fue el castellano, que dominaba como pocos. «El idioma nacional, decía, es tan sagrado como la bandera.» Y de ahí sus «Limpia y fija...», modélicos artículos en los que arrremetía contra los galicursis, los cursiparlantes, los que pedescriben o los puntilleros del idioma.

En 1917 pasó a la redacción de El Sol, en la que permaneció hasta su muerte, acaecida a los 55 años, como consecuencia de una parálisis general progresiva. Parece que al piadoso consuelo de su escudero Mauro Manso -«Ya se aliviará usted, señor»- contestó Cavia: «Si Dios quiere», y fueron, según El Sol, sus últimas palabras. A su muerte, el presidente del gobierno, Eduardo Dato, presidió la traslación de su cadáver, que el Ayuntamiento de Zaragoza había reclamado para enterrarlo en Torrero, en sepultura ofrecida por la ciudad; y a ella lo trajo entonces una comisión municipal presidida por el alcalde don Ricardo Horno Alcorta, siendo expuesto el féretro a los zaragozanos en la Facultad de Medicina, del modo más solemne.

Un año después, por iniciativa de Heraldo de Aragón, se inauguró el busto del escultor José Bueno, y el novelista Vicente Blasco Ibáñez hizo, en la plaza de Aragón, el panegírico de Cavia: «Fue mi mejor amigo -dijo. Y fue algo más que un periodista maestro: fue un gran pensador y un sutil defensor de ideas nuevas. A despecho de la hostilidad del ambiente, trazó un surco muy hondo en el yermo de la incultura española. Introdujo la crónica y la cultivó con tan soberana maestría, que cuantos han escrito y escriben después de él, tienen que confesarse sus discípulos».

Estos millares de crónicas suyas aparecieron bajo las rúbricas «A vuela pluma», «Plato del día», «Crónicas momentáneas», «Chácharas», «Despachos del otro mundo», «Coloquios de Omar y Alí», «Coche parado», «Españolería andante»; las dos celebérrimas series «Limpia y fija...», firmadas por «Un chico del Instituto», y «De pitón a pitón», crónicas taurinas, suscritas por «Sobaquillo» -«ese vice-Voltaire que escribe revistas de toros», según comentaba «Azorín»-. Envolvió allí su lagartijismo en citas y en versos de clásicos y en alusiones estéticas del más alto vuelo. Pero en todos esos artículos campean «el jubiloso pensar y el elegante decir», que fueron esencia de su alma, según Ortega Munilla.

Hizo gala de su humanidad, inteligente, tolerante, liberal. Nunca fue un especialista, pero tenía una amplia formación humanística, vastos conocimientos filológicos, su memoria era prodigiosa, e innegable su pasmosa erudición que estaba al día en arte y en literatura. «Era un archivo viviente de anécdotas y una biblioteca de cuanto había ocurrido y ocurría en el mundo» (El Liberal), «un asombro de erudición» (El País). A juicio de «Clarín», «era un periodista que tenía dentro un literato; un literato que quería, por lo pronto, ser periodista; en sus artículos, al lado de la malicia, del ingenio, había cierta inocencia de la pureza ideal. Estuvo siempre trabajando en la obra pía de mantener al mérito en su sitio, en lo alto, y a la necedad en el suyo, por los suelos». Y esto sin acrimonía, sin amargura, pero con socarronería irónica. «A un periodista -decía- le está permitido todo menos ponerse triste».

Junto al buen humor y a la proclamación de la verdad, está su independencia, «su admirable independencia de espíritu y de conducta que -para Unamuno- ha sido lo más noble, lo más puro, lo más ejemplar de la vida de Cavia. Independencia que a muchos parecería desdén y que acaso lo fuera. Nobilísimo, purísimo, ejemplarísimo desdén. No quiso ser más que periodista». Implacable comentador de la actualidad política, estuvo siempre solo; «fue toda su vida liberal, pero no militó en ningún partido político, estuvo siempre apartado de la política; pero era un liberal tolerante con todos, con las ideas y con las personas, pues en su larga vida de escritor no le faltaron elogios para los hombres de las derechas y para los de la izquierda, sin apasionamientos y rindiendo siempre culto a la justicia» (Valenzuela). Unamuno pudo recalcar así: «fue un político, un influyentísimo político, pero como periodista». «Su espíritu justiciero -dijo Heraldo de Aragón cuando murió- no flaqueó jamás».

«Lo más interesante de mi vida -dijo él mismo es que no fui nada, que no soy nadie, ni tengo nada, ni lo tendré, ni lo quiero. Yo jamás he recibido ninguna adehala, sueldo o gratificación del Estado. Me atengo a lo pagado por lo servido: artículo que escribo, artículo que cobro, y entrada por salida». Pero aunque cobraba sus artículos, según Luis Ruiz Contreras, a peseta por palabra, cuando murió, como toda fortuna, tenía 26.000 pesetas. Fue así, para Unamuno, «el ejemplo más característico del puro periodista y, a la vez, del periodista puro». Su trabajo estaba gobernado por tres «eles»: Labor, Libertas, Laetitia, y explicaba así este lema: «Por el trabajo se puede lograr la libertad, y con la libertad, se puede conseguir aquella sonriente visión de las cosas, necesaria de toda necesidad para que no se le enfríe a uno el espíritu con las humedades de este valle de lágrimas». Difícil hallar frase que mejor le retrate.

Obra

División de plaza (Las fiestas de toros defendidas por «Sobaquillo»); F. Bueno y Cía., Madrid, 1887. Revista Cómica de la Exposición de Pinturas de 1887; F. Baena, Madrid, 1887. De pitón a pitón (crónicas taurinas, por «Sobaquillo», con prólogo de Mariano de Cavia); Librería de Fernando Fe, Madrid, 1891. Azotes y galeras (artículos); Librería de Fernando Fe, Madrid, 1891. Salpicón (artículos); Librería de Fernando Fe, Madrid, 1892. Cuentos en guerrilla; Antonio López, editor, Librería Española, Barcelona, Colección Diamante, n.º 54. Grageas (páginas de oro); Madrid, 1901. Limpia y fija... (por «Un chico del Instituto», con prólogo de Adolfo Bonilla y San Martín); Renacimiento, Madrid, 1922. Chácharas (prologadas por José Ortega Manilla); Renacimiento, Madrid, 1922. Notas de «Sobaquillo»; Renacimiento, Madrid, 1923.

Bibliografía

«Muerte de Mariano de Cavia»; Heraldo de Aragón, 15, 16 y 17 de julio de 1920. Castán Palomar, Fernando: Cavia, el polígrafo castizo; Pamplona, 1956. Pardo Canalis, Enrique: Cavia, estudio y selección Institución «Fernando el Católico», Zaragoza, 1959. García Mercadal, José: «Presencias de un zaragozano ausente»; Caja de Ahorros de Zaragoza, Aragón y Rioja, Zaragoza, 1969. «El cincuenta aniversario de la muerte de Cavia»; Heraldo de Aragón, 14-VII-1970. Lacadena, Ramón de: Vidas aragonesas; Institución «Fernando el Católico», Zaragoza, 1972. Horno Liria, Luis: Lo aragonés en algunos escritores contemporáneos; Institución «Fernando el Católico», Zaragoza, 1978.

Fuentes