Santa Catalina de Bolonia

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Religión o MitologíaCatólica
Día celebración9 de marzo
Patrón(a) o Dios(a) deLos artistas
Fecha de canonización22 de mayo de 1712
País o región de origenBoloniaBandera de Italia Italia
Venerado enBandera de Italia Italia

Santa Catalina de Bolonia. Catalina Vigri, conocida como Santa Catalina de Bolonia, fue una religiosa italiana, mística y artista. Se la considera la santa protectora de las artes liberales.

Síntesis biográfica

Catalina nació en Bolonia en 1413, hija de la familia patricia de los Vigri, cercanos a los señores de Ferrara. Su padre tenía un puesto importante en la corte gracias a Nicolás III. Ella llegó a ser dama de compañía de Margarita, hija natural de Nicolás III, y compartió sus juegos y su educación refinada. Los hijos de las principales familias recibían una educación que cubría el trivium y el quadrivium (que juntos forman las siete artes liberales) así como la filosofía, la caligrafía y los ejercicios como el montar a caballo y alistar las armas. Catalina también fue capaz de leer y escribir latín, aprendiendo también la pintura y el arte de la miniatura religiosa. Gran parte de su tiempo estaba consagrado al estudio de la religión y de la filosofía cristiana. Ya en aquel tiempo se ganó Catalina la simpatía de todos por sus dotes físicos y espirituales; en ella, sin embargo, iba creciendo el deseo de consagrarse al Señor.

Trayectoria

Tres años llevaba Catalina en Ferrara cuando la princesa Margarita contrajo matrimonio con Roberto Malatesta, príncipe de Rímini, y marchó a vivir allí; quiso llevarse consigo a su joven dama, pero ésta tenía otros proyectos y decidió volver a Bolonia junto a su madre. Poco después, teniendo catorce años, su vida cambia de rumbo: muere su padre y su madre contrae nuevo matrimonio. Ella queda sola y abatida en Bolonia, heredera de un gran patrimonio y con muchos pretendientes por su riqueza y por sus dotes naturales y espirituales. Pero Catalina tiene otras perspectivas para su vida, que su madre respeta, y busca la paz interior por otros caminos. Y dará con ella. Había entonces en Ferrara una dama piadosa llamada Lucía Mascheroni que, para servir mejor al Señor, había cambiado los vestidos seglares por el hábito negro de la Tercera Orden de San Agustín. Pronto se le unieron muchas jóvenes deseosas como ella de apartarse del mundo y llevar una vida de mayor perfección. Ocupaban su tiempo en los ejercicios de piedad y en las tareas de casa, de la que salían para asistir a los oficios religiosos en la iglesia de los franciscanos, que se convirtieron en los confesores y directores espirituales de aquella fervorosa comunidad, cuya fama de santidad se extendió por la ciudad y llegó hasta Bolonia. Catalina se sintió atraída por la vida santa que llevaban aquellas mujeres, y pidió y obtuvo ser admitida en su asociación. Los ejemplos de Lucía la confortaron y la ayudaron a profundizar en los caminos de la oración y abnegación. Pronto empezó a gozar de dones extraordinarios del Señor, que la llenaba de paz y amor, y se le revelaba para guiarla por los caminos de la santidad. En 1432 el provincial de los franciscanos les dio la Regla propia de Santa Clara y, después de haber vestido el hábito seráfico, las recibió bajo su jurisdicción. Catalina tenía veinte años. Para iniciar a la nueva comunidad en la vida clariana, un grupo de clarisas del monasterio de Mántova se trasladó al nuevo monasterio de Ferrara, al que se le dio el nombre de Corpus Domini; una de ellas, Sor Tadea, hermana de la princesa de Verde, fue designada abadesa. La comunidad no tardó en hacer grandes progresos en el camino de la perfección. Abrazaron con tanto fervor la vida austera de la Regla, que en 1446 San Juan de Capistrano, Vicario general de la Observancia, se sintió obligado a pedir al papa Eugenio IV un decreto por el que se moderaran sus austeridades y ayunos y se les permitiera llevar sandalias. Catalina, habiendo dejado atrás los años de tribulación espiritual y viéndose ya hija de santa Clara, emprendió con renovado fervor el camino de la contemplación y de la penitencia, y el Señor la colmó de gracias y carismas extraordinarios, entre los que se cuentan apariciones divinas, profecías y milagros. Al mismo tiempo, ella ejerció al principio en el monasterio el oficio de hornera, en el que sufrió mucho por el calor y porque le dañaba la vista. Viendo sus cualidades y su celo en la observancia de la Regla, los superiores creyeron que era la persona más indicada para la formación de las jóvenes que pedían ingresar en el monasterio. Al principio ella trató de eludir semejante responsabilidad por considerar que no estaba preparada, hasta que comprendió que era la obediencia la que la invitaba a ser maestra de novicias, y aceptó. De inmediato se entregó al cuidado de sus novicias, a las que brindó consejos llenos de sabiduría de Dios y, más que consejos, su propio ejemplo. Les recordaba con frecuencia que el fundamento más firme de la perfección es la firme voluntad de buscar siempre y en todo el beneplácito de Dios y procurar su gloria, por lo que recomendaba de modo especial la virtud de la obediencia. Solía decir que las religiosas tienen dos escaleras para subir al cielo: la de las virtudes y la de la humildad que, según san Benito, tiene doce escalones. Después del oficio de maestra de novicias, le confiaron el cuidado de la portería. Este cometido suponía para ella un gran sacrificio porque con frecuencia tenía que interrumpir su oración y sus devociones para atender a las personas que acudían al monasterio. Pero, al mismo tiempo, era motivo de gozo espiritual al poder atender a las personas necesitadas con las limosnas, las palabras de consuelo, los buenos consejos y siempre la actitud y comportamiento impregnados de amor y de bondad que transparentaban a los visitantes la imagen paternal de Dios. En 1451 falleció la madre Tadea, la abadesa procedente de Mántova, y se llegó a plantear seriamente que Catalina la sucediera en el cargo. Pero ella, con lucidez y buen criterio, consiguió convencer a todos de que era preferible pedir una nueva abadesa al monasterio de Mántova, y, al mismo tiempo, aprovechar esta circunstancia para introducir la clausura, que todavía no se había establecido, en el monasterio de Ferrara. A todo ello accedió el provincial de los franciscanos, con profunda alegría de Catalina. La vida religiosa de esta comunidad claustral progresó constantemente, y la fama de su santidad se extendió por la ciudad y por las regiones vecinas. De todas partes llegaban al monasterio jóvenes de toda clase y condición social que deseaban consagrarse a Dios. El monasterio empezó a resultar insuficiente y los superiores no querían negar al ingreso a quienes lo pedían. En tales circunstancias, el Vicario general de la Observancia, el P. Bautista de Levanto, pidió al papa Calixto III y obtuvo de él la facultad de fundar en Italia otros monasterios. Tan pronto como de divulgó la noticia de la concesión pontificia, las autoridades y el pueblo de Bolonia y de Cremona pidieron la gracia de tener dentro de sus muros a las hijas de Santa Clara, cuyas oraciones y sacrificios serían la mejor protección de sus ciudades y fuente segura de bendiciones divinas para las mismas. Los superiores aceptaron la fundación de un monasterio en Bolonia, y designaron para dirigirlo como abadesa a Catalina; ella trató de rehusar el cargo por considerarse incompetente para el mismo; pero una vez más, superada una crisis de salud, llegó a comprender que esa era la voluntad de Dios. El 20 de julio de 1456 llegaron a Ferrara varios caballeros enviados por el senado de Bolonia, y con ellos iba el Vicario general de la Observancia acompañado del beato Marcos Fantuzzi, Provincial de Bolonia, y de otros religiosos. A este nuevo monasterio de Clarisas de Bolonia se le dio el mismo nombre que tenía el de Ferrara, del Corpus Domini, o sea, del Santísimo Sacramento. Catalina había pasado veinticuatro años en Ferrara como clarisa, e iba a pasar otros siete en Bolonia. Apenas alojadas en su monasterio, Catalina se entregó con todo esmero y premura al progresivo establecimiento de la Regla y observancias de Santa Clara en su comunidad, a la vez que se preocupaba de ir adaptando las instalaciones del monasterio a su vida claustral. Pronto empezaron a llegar nuevas vocaciones y se multiplicaron de tal manera que hubo que ampliar el edificio con nuevas construcciones. Terminado el trienio del mandato de Catalina, el Bto. Marcos Fantuzzi, provincial de Bolonia, las visitó para presidir el capítulo del monasterio que debía elegir a la nueva abadesa. Catalina fue elegida de nuevo y permaneció en el cargo hasta su muerte.

Muerte

El 9 de marzo de 1463, en el monasterio del Corpus Domini de Bolonia, después de haber recibido los últimos sacramentos, Catalina entregó al confesor su tratado Le sette armi spirituali, que nadie había visto hasta entonces. Luego entró en agonía, su rostro se volvió hermoso y sereno, dirigió a sus hijas una mirada llena de paz y de amor, y expiró después de haber pronunciado tres veces el nombre de Jesús. Ya en vida a Catalina la llamaban santa y este apelativo se difundió cada vez más a partir de su muerte, tanto entre quienes la conocieron como entre aquellos que nunca la vieron pero oyeron hablar de los prodigios que la acompañaron mientras vivió y después de muerta. La canonizó solemnemente el Papa Clemente XI el 22 de mayo de 1712.

Obra

  • "Tratado de las siete armas espirituales"de 1438.

Fuentes