Bahía de Baracoa

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Bahía de Baracoa
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Como cualquier otra ciudad cimentada junto al mar, la existencia de la Asunción de Baracoa ha transcurrido indisolublemente relacionada con su bahía.


Configuaración de la bahía

Los más transcendentales sucesos de su historia como villa y ciudad estamparon su impronta sobre las aguas despiertas de este pintoresco bolsón de mar, cuya configuración elíptica hizo al propio Cristóbal Colón semejarla a una escudilla. En tanto, el historiador Jacobo de la Pezuela la considera una verdadera herradura, con dos puntas rocosas en sus extremos: una a sotavento, al sur, la segunda a barlovento, al norte.

Esta es del tipo de bahía llamada de bolsa. En este fondeadero residían los prácticos del Canal Viejo de Bahamas, encargados de auxiliar la navegación a través de este laberinto marítimo. La labor del cuerpo de prácticos del puerto enroló a varias generaciones de baracoesos.


Burén

Hacia la banda de sotavento, hace una playuela de finas arenas blancas, en la cual emergen restos de rocas que la gente de la localidad llama galletas, bañadas por el oleaje, hasta donde puede nadar y disfrutar el bañista. Asimismo, en la porción central de la bahía, durante la bajamar, se distingue una antiquísima roca identificada por el nombre de Burén, debido a su aparente analogía con aquella piedra aplanada, sobre la que los indocubanos cocían su pan de yuca conocido como casabe. Este imaginario Burén de la bahía es mencionado en la literatura histórica del Siglo XVIII por el obispo de Cuba, Pedro Agustín Morell de Santa Cruz, y seguramente fue apreciado por Colón durante el reconocimiento que realiza el 27 de noviembre de 1492.

De la estrecha garganta del puerto, juzga el Almirante en su Diario de navegación, que quien hubiere de entrar en él, debe hacerlo por la parte del noroeste, pues en el sureste hay una baja sobreagua. Esta denominada sobreagua, también bautizada como Burén por los baracoesos, constituyó la roca marina más reconocida en la ciudad, imposible hoy de ser apreciada, pues años atrás fue destruida con cargas de dinamita. Lo evidente es el cayuelo en las aguas de este fondeadero, devenido un carcomido esqueleto rocoso, semioculto entre las aguas, y que los habitantes tienen como su último Burén.

Bazar de corsarios y piratas

Ideal resguardo para las naves corsarias, el fondeadero fue un paraíso adonde convergían a subastar sus presas, reabastecerse o reparar sus averías, también el contrabandista furtivo acercó su urca para realizar comercio de rescate, y los piratas, aun cuando se trataba de una ciudad campesina y humilde, la saquearon en más de una ocasión.

Mucho antes de la presencia de los delincuentes del mar, la bahía fue escenario de un episodio apenas divulgado. Se trata de la prisión que hubo de guardar Hernán Cortés, por órdenes de Diego Velázquez, a bordo de una nave anclada en el Porto Santo. Cierta noche Cortés se echó a las aguas en procura de libertad. En el intento estuvo al filo de perecer, pero se salvó gracias a un madero que le permitió sostenerse, llegar a tierra y refugiarse en la rústica iglesia.


Creación del Muelle o Espigón

El 21 de julio de 1803 el puerto fue dotado de aduana, y en 1826 se le autorizó el comercio con el extranjero. En esta ocasión se levanta un modestísimo e inapropiado muelle a expensas de la economía de los vecinos y la Real Hacienda. Tiempo después, en virtud de una Real Orden de marzo de 1859, se inicia la construcción del muelle Real, de mayores dimensiones y mejor preparado para el trasiego mercantil de la ciudad. Los pilares y otras piezas de lo que otrora fuera un formidable maderamen, resistieron los embates marinos por más de una centuria y aún en los años 70 del siglo XX pudieron verse espigados sobre la blanca espuma del oleaje. Estuvo ubicado en el sitio que ahora ocupa el actual espigón. El muelle Simón fue el segundo de importancia, construido por J. Simón y Compañía, español establecido en la región con su familia, propietario también de los almacenes receptores de las mercancías, ubicados en la ribera del Macaguanigua, junto a las aguas del puerto.


Comercio

Las relaciones comerciales que Baracoa pudo sostener con todas las banderas, alcanzó notable auge durante las primeras cuatro décadas del Siglo XX, tiempo en que se despachaban cada año entre tres y cuatro millones de racimos de guineos (bananos), principalmente con destino a los mercados de Estados Unidos y Noruega. El trasiego de los racimos, precedido de una rigurosa selección, se realizaba en grandes lanchones desde el espigón del muelle hasta los buques refrigerados, distantes del sitio de embarque debido a su considerable calado.

A través de un intenso y fluido comercio de cabotaje, ejecutado por una miríada de goletas y motoveleros, Baracoa mantenía sus vínculos con numerosas ciudades del país, algunos puertos de las Antillas, Centroamérica y la costa sur de Estados Unidos. La bahía era el punto de atraque de esta singular flota, que sin otros instrumentos de navegación que la brújula y el sextante, más la pericia de sus patronos y marineros, desafiaban los exabruptos de la naturaleza caribeña. Esta agrupación de embarcaciones de cabotaje cesó su intenso navegar cuando la modernidad hizo presencia, y aquel vital movimiento marítimo encontró asidero por otros medios de transportación.


Compañía Naviera

La llamada Compañía Naviera también fondeó sus naves en la bahía de Baracoa. Dedicada al transporte de cargas y pasajeros, poseía buques de mayor porte, adecuadamente acondicionados para travesías mucho más distantes, cuyo itinerario enlazaba numerosos puertos hasta finalizar en la bahía de La Habana. Buques como el Julián Alonso, Coterillo, Matanzas y Santiago de Cuba, formaron parte de esta compañía, que tras una semana de navegación culminaba su periplo entre Baracoa y la capital de la isla. Hasta la tercera década del siglo XX, sus máquinas se hallaron en funcionamiento.

Para la Ciudad Primada, el mar continuaba siendo la única vía, la calzada azul que la enlazaba con el exterior. Es en esta misma etapa que se le ofrece una nueva oportunidad de comunicación con la presencia de la aviación, aunque constreñida a los sectores con posibilidades económicas. Es curioso que el balbuceo de la aviación en Baracoa tenga que ver con la bahía, pues ella constituyó la pista de aterrizaje para los primeros aviones que volaron a la ciudad. Se trataba de unas pequeñas aeronaves anfibias denominadas Sickorski, que allá por la década de los 30 amarizaban en la bahía, mientras el espectáculo dejaba pasmados a los baracoesos de entonces. Más adelante volaron los aviones Catalina, pero ya no amarizaban en la bahía, sino en la ensenada de Miel.

En la añoranza de los baracoesos que cargan más años de vida, revuelan los nombres de aquellas memorables embarcaciones, como Atié, El Yate, Porvenir, pero, sobre todas, la que mayor arraigo alcanzó en la población, se recuerda con el nombre de Glenda. Su presencia en la boca del puerto procedente de Antilla, significaba un momento de jubileo, que reunía una bulliciosa multitud en torno a tablas ya corroídas del viejo muelle Real. Corrían los tiempos en que la llegada de las naves se anunciaba mediante repiques de campanas, distintos unos de otros, según fuese la procedencia de la embarcación, desde el Castillo del Seboruco llegaba el mensaje a toda la vecindad.

Años más tarde, otra legión de goletas y motoveleros, entre ellos, Evangeline, Fortuna, San Antonio, Zora, Indalecio, Victoria, Argos, Wortington, prosiguieron la navegación de cabotaje, transportando mercaderías y pasajeros hacia los puertos de Santiago de Cuba, Preston,Yamaniguey, Moa, Cayo Mambí y, principalmente, al puerto de Antilla, por ser el sitio adonde la población de Baracoa podía concurrir para abordar el tren con destino a Santiago y La Habana.

Junto a las aguas del puerto se hallaba El Varadero, modesto astillero destinado a la reparación y construcción de embarcaciones de madera.

Importantes y espaciosos clubes de diversión construidos sobre pilotes de madera, hicieron las delicias de sus asociados, allá por la década de los años 30 y 40 del siglo XX. Les llamaron balnearios, entre ellos uno que se alzó aledaño al Varadero, y otro en la playa de Jaitesico, en el sitio que se llamó Uveral. En estos clubes, agrupados por el color de la piel, los asociados bailaron con la música de la época.


Naufragios

Tampoco estuvo ajena la bahía a los desastres. Su recinto dio acogida a dos naufragios, muy presentes en las vivencias de la ciudad. El más antiguo, el del buque Saratoga, puso nombre a la barriada asentada en el tibaracón, que a partir de entonces comenzó a denominarse playita de Saratoga, el segundo, lo constituyó la explosión e incendio del Wortington, cuyas llamas sembraron el pánico en las vecindades aledañas.


Esta es la bahía. Así es el grito de su personalidad descarnada, así fluye su memoria, la memoria, la memoria del Porto Santo, toda una cosecha de vivencias de similar estirpe a la de una ciudad que ha construido su existencia sembrando historia, paso a paso, sobre las aguas fieles que prefirieron permanecer donde hace más de 500 años fueron encontradas.


Fuente

Viaje a la leyenda (Episodios de una historia que maravilla). Baracoa. Fidel Pérez Aguirre Gamboa. Editora Política. La Habana, 2006. p. 81 a 88.