Reformismo colonial

Reformismo colonial
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Concepto:Fue el último esfuerzo de la burguesía cubana, antes de lanzarse a la insurrección independentista, por lograr de España cambios que colocaran a los insulares en igualdad de derechos políticos con los peninsulares.

Reformismo colonial. La fundación del Partido Reformista fue el último esfuerzo de la burguesía cubana, antes de lanzarse a la insurrección independentista, por lograr de España cambios que colocaran a los insulares en igualdad de derechos políticos con los peninsulares, así como medidas económicas y sociales que evitaran el cierre del mercado de consumo norteamericano a los productos de Cuba y un desenlace violento en la cuestión de la esclavitud.

Antecedentes

A fines del siglo XVIII,España era una de las grandes potencias coloniales, quizás sólo superada, en poder económico y militar, por Gran Bretaña. Sin embargo, en 1825 el gran imperio en el que “no se ponía el sol”, quedaba reducido a las posesiones de Cuba y Puerto Rico, en el Caribe, y las Filipinas y territorios aledaños, en el sudeste asiático. A principios del siglo XIX, España empezaba su transición de imperio a nación, tratando de conservar los restos de su imperio ultramarino y de consolidarse como una potencia de segundo orden. A diferencia de otros territorios americanos, Cuba continuó unida a la metrópoli.

Por un lado influyó la repatriación hacia las islas del Caribe de los ejércitos realistas que abandonaban el continente y que hacían más fácil la defensa del territorio. Por otro la actitud de una burguesía criolla, que cambió libertad política por seguridades económicas.

A fines del siglo XVIII, Cuba comenzó a desarrollar una importante industria azucarera, sobre la base del trabajo esclavo. En 1760 exportaba alrededor de 5.000 toneladas, que se convierten en 74.000 en 1823, año en el que Cuba abastecía el 17% de la producción total del azúcar del mundo. Es por ello que las elites criollas cubanas, a diferencia de las del resto de América, no estaban dispuestas a protagonizar ninguna aventura independentista que pusiera en juego el orden social esclavista y las excelentes utilidades que les reportaba el negocio azucarero.

Aunque el mantenimiento de la esclavitud frenaba la vía independentista, las elites criollas desde principio del siglo XIX comenzaron a reclamar una reforma del orden colonial en las que tuvieran una mayor capacidad de decisión sobre los asuntos que afectaban a la isla. Cohesionadas y dirigidas por Francisco de Arango y Parreño, Consejero de Indias y persona de influencia en la Corte, habían conseguido algunas medidas de favor como el decreto de libre comercio. Sin embargo, en el orden político el proyecto autonómico que elaboró José Agustín Caballero para presentarse a las Cortes de Cádiz no llegó a ser discutido; el de Félix Varela, planteado a las Cortes del Trienio, sí, pero la restauración absolutista lo convirtió en papel mojado.

Reformismo colonial

El reformismo colonial será una actitud política constante en Cuba a lo largo de todo el siglo XIX. En este sentido, se pueden distinguir cuatro etapas:

Frente a las aspiraciones políticas de las elites criollas, la metrópoli desarrolló un modelo de relación colonial basado en la desconfianza, en donde cualquier concesión a la isla se interpretaba como el primer paso hacia la independencia política.

En 1825 y al calor de la emancipación de los territorios continentales, se concede a la máxima autoridad política y militar, el Capitán General, una ley de facultades omnímodas por lo que toda legislación, disposición o decreto estaba condicionada a su aprobación, pasando a controlar hasta los aspectos más nimios de la vida de la sociedad colonial.

En 1837, la isla pierde su representación parlamentaria, pretextándose que la relación política entre metrópoli y colonia se regularía a través de leyes especiales, disposición que aparece en todos los textos constitucionales españoles del siglo XIX, pero que en la práctica nunca se concretó. Así se asiste a la construcción de un Estado liberal en España a dos velocidades, una más rápida para la metrópoli y otra más lenta para el mundo ultramarino, que se consolida como una periferia del sistema.

En la década de 1860, agotada la vía anexionista por la derrota del Sur en la Guerra de Secesión Norteamericana, el reformismo redobló su campaña a favor de la modificación del orden colonial favorecido por el talante conciliador de los gobiernos de los capitanes generales Francisco Serrano (1859-1862) y Domingo Dulce (1862-1866). Aunque los partidos políticos estaban prohibidos, se autoriza la creación de un Círculo Reformista. En la metrópoli esta idea también se fue abriendo paso. A su regreso de Cuba, el General Serrano pidió en el Senado una profunda modificación del régimen colonial, actitud apoyada desde la isla por un manifiesto firmado por 24.000 personas. También distintos sectores políticos y órganos de prensa, entre los que destacaba La América y la recién fundada Sociedad Abolicionista Española, abogaban por la misma.

Las presiones en Cuba y en la península, unidas a los temores que despertaban en el gobierno español la actitud que pudiera tomar Estados Unidos respecto de las Antillas una vez finalizada la Guerra de Secesión, propiciaron la convocatoria de una junta que estudiase la reforma colonial en Cuba y Puerto Rico.

En noviembre de 1865, Antonio Cánovas del Castillo, en su calidad de Ministro de Ultramar, convocó una Junta de Información como antesala necesaria para desarrollar las leyes especiales tantas veces prometidas. Además de los designados por el gobierno, en Cuba, mediante elección restringida a los mayores contribuyentes de cada municipio, se eligieron 16 vocales, en su mayoría reformistas, de segunda y tercera generación, como Saco, Frías y Jacott y el antiguo abogado anexionista José Morales Lemus.

Como afirmó Vidal Morales y Morales, la convocatoria:

“fue un rayo de luz que vino a iluminar el oscuro horizonte político de la colonia”.

Los comisionados acudieron a Madrid a contestar distintos cuestionarios relativos a la reglamentación del trabajo, a la Hacienda colonial, las relaciones comerciales y el régimen político, en donde los criollos se mostraron a favor de un sistema de amplia autonomía, unos con representación en las Cortes, mientras que los antiguos reformistas Saco y Calixto Bernal se decantaban por la erección de un Parlamento colonial. Los representantes antillanos no lograron que ninguna de sus propuestas fueran aceptadas. En su contra jugó la inestabilidad en la política interior de la metrópoli y la estabilidad en la exterior.

Aunque la convocatoria la realizó un gobierno de la Unión Liberal, con Cánovas en Ultramar, cuando comenzaron las sesiones, a fines de 1866, los moderados, menos sensibles al espíritu reformista, ocupaban el gobierno. Por otro lado, se habían terminado las aventuras bélicas de Chile y México y devuelto la independencia a Santo Domingo y, frente a lo que se temía, la Guerra de Secesión norteamericana no había tenido gran influencia en Cuba. En otras palabras, la metrópoli podía volver a estacionar el grueso de sus tropas en Cuba y Puerto Rico y la estabilidad en el Caribe hacía innecesaria una política reformista con la que atraerse al elemento criollo.

En abril de 1867 se suspendieron las sesiones. Los comisionados volvían a Cuba sin ningún logro y allí se encontraron con la política de hostigamiento del nuevo capitán general, Francisco Lersundi.

Aunque muchos de ellos estaban al tanto de que fuerzas democráticas tenían avanzados planes para derrocar al gobierno de Isabel II y, por tanto, era probable que la política reformista llegase a las Antillas, desanimados por las primeras medidas de los dirigentes del Sexenio – que mantuvieron a Lersundi-, renunciaron a toda actividad política.

España no sólo desoyó las peticiones que se le hacían desde Cuba, contrariando de este modo a una opinión pública que había puesto todas sus esperanzas en la acción reformista, sino que incluso se permitió subir los impuestos en un momento muy delicado de la economía de la isla, creando el caldo de cultivo adecuado para que los cubanos buscasen otro procedimiento político a fin de satisfacer sus exigencias.

La Guerra de los Diez Años (1868-1878) fue el exponente más claro de este cambio de método. Los iniciadores de la Guerra de los Diez Años fueron un grupo de pequeños y medianos propietarios orientales, para los que, a diferencia de los hacendados occidentales, la esclavitud no les reportaba ninguna utilidad. Prueba de ello es que mientras que en el occidente la población esclava constituía el 30% del total, en el oriente sólo alcanzaba el 19%, concentrándose el 85% en Guantánamo y Santiago de Cuba, los dos únicos territorios que no participaron en la organización de la sublevación. Una región con una economía más precaria, donde la subida impositiva decretada en julio de 1867 y agravada por los abusos cometidos por los funcionarios encargados de su recaudación, fue el detonante de una situación altamente revolucionaria.

Posturas de los reformistas

En la región occidental, los antiguos reformistas mostraron diversas posturas: unos huyeron al extranjero y desde allí colaboraron con la revolución, siempre tratando de moderarla y de evitar que ésta tomase medidas demasiado radicales; otros se pusieron al lado de España, criticando abiertamente la postura revolucionaria. Saco la calificó de funesta, mientras que otros antiguos reformistas (Nicolás Azcárate o José María Zayas) estaban en contra de la guerra por las consecuencias sociales que podría tener.

Los independentistas, ante la prolongación del conflicto, fueron adoptando posiciones más radicales, como la quema de plantaciones y la abolición de la esclavitud. Esta última medida suponía integrar en la República cubana, que aunque república en armas ofrecía un mínimo entramado institucional -constitución, ejército, asamblea parlamentaria-, a la población de color.

A diferencia del ideal nacional reformista blanco enunciado por Saco, ahora era cubano aquel que estuviera dispuesto a luchar por la independencia de la isla, sin importar el color de su piel.Tras diez años de guerra ni los cubanos habían logrado la independencia, ni las autoridades coloniales habían acabado con una revolución que cada vez se mostraba más débil. En estas circunstancias, una parte de la cúpula revolucionaria decidió pactar el final del conflicto con las autoridades españolas: en febrero de 1878 se firma la Paz del Zanjón. Por aquellas fechas, las filas insurrectas estaban divididas en distintos sectores. Para algunos la independencia no era el fin, sino sólo el medio por el cual lograr la anexión a los Estados Unidos; otros, desconfiaban del papel cada vez más preponderante que las fuerzas más populares estaban tomando dentro de la revolución. Finalmente, éstas últimas eran las únicas verdaderamente interesadas en continuar la guerra hasta conseguir la absoluta independencia; serán las que por boca de Antonio Maceo, líder negro del independentismo, protesten en Baraguá por la firma de una paz que no reconocía la abolición de la esclavitud y, en definitiva, serán sobre las que se reconstruya, entre 1878-1895, el grueso del movimiento independentista.

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