Tartessos y las colonizaciones

Tartessos y las colonizaciones
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Periodo históricoAntigüedad
Raíz étnicaTartessos, Turdetanos, Celtíberos, Iberos, Lusitanos, Galaicos, Satures, Cantabros y Vascones.
RegiónMeridional, Central, Occidental y Oriental (Península Ibérica)
Correspondencia actualEuropa

Tartessos y las colonizaciones. Las regiones meridionales de la Península Ibérica han sido siempre una de las más ricas de Europa en recursos naturales, tanto agrícolas y ganaderos como minerales, lo que facilitó siempre su desarrollo demográfico y cultural. Desde el Calcolítico, en el III milenio a.n.e., aparecieron poblados que centralizan el territorio, así como fuertes jerarquías evidenciadas por tumbas monumentales.

Colonias antiguas

Esta situación, que la convertía en el finis terrae del mundo conocido en la Antigüedad, ha contribuido a darle a lo largo de toda su historia una marcada personalidad, acentuada por las claras diferencias que ofrece de Este a Oeste, desde el Mediterráneo al Atlántico, y las todavía más apreciables de Sur a Norte, desde la soleada Costa del Sol y la semidesértica Almería hasta las montañosas y húmedas regiones septentrionales.

Si a estas circunstancias geográficas se le añade su diversidad morfológica, pues predominan las tierras silíceas al Occidente, las calizas en las regiones mediterráneas y las cuencas sedimentarias en la Meseta y en los valles del Ebro y del Guadalquivir, se comprende su marcada diversidad, que permite considerarla como un auténtico «microcontinente».

A esta variabilidad geográfica interna se debe añadir el factor que supone su situación en el Suroeste de Europa, abierta al mundo atlántico y al mediterráneo, así como al de más allá de los Pirineos, sin olvidar su proximidad al Norte de África, de la que sólo la separa el Estrecho de Gibraltar.

Esta situación explica las diversas corrientes culturales y, en parte, también étnicas, que afectaron a la Península Ibérica en este periodo crucial del final de su Prehistoria, justo cuando aparecen las primeras alusiones a ella en textos escritos y se produce un incesante aumento cualitativo y cuantitativo de sus contactos con el exterior. Dichas corrientes contribuyeron a enmarcar su desarrollo cultural dentro de otros ámbitos culturales más o menos próximos, en los que más o menos parcialmente quedaba integrada.

En el último milenio a.n.e., tres grandes corrientes culturales afectan a las distintas regiones de la Península Ibérica, actuando de distinto modo según su más o menos favorable situación geográfica y la capacidad de asimilación de su substrato cultural. Una es de tipo atlántico, explicable por la proximidad de las formas de vida y mentalidad de todas las regiones ribereñas atlánticas del Occidente de Europa.

Estas semejanzas se remontan al menos a la neolitización megalítica, con contactos que se incrementan a partir del Campaniforme y a lo largo de la Edad del Bronce, favorecidos por el intercambio de metales, aunque en cada región dieron como resultado formas culturales propias. El influjo atlántico resulta evidente en las regiones occidentales de la Península, en las que cabría incluir la Andalucía Occidental y parte de la Meseta. Tales regiones eran precisamente las más metalíferas y estaban habitadas por poblaciones de carácter indoeuropeo muy primitivas, probablemente con raíces comunes en todas esas regiones atlánticas.

Otra corriente etnocultural es la llegada a través de los Pirineos, especialmente por los pasos occidentales. Por esta vía penetran desde fines del II milenio a.n.e. los llamados Campos de Urnas, que se extendieron, progresivamente, por Cataluña, el Valle del Ebro y la parte septentrional de la Comunidad Valenciana, aportando importantes cambios en la cultura material y en la organización social, así como en el campo lingüístico, pues por esta vía, que actúa de forma intermitente desde el Bronce Final hasta la conquista de las Galias por César, han debido penetrar las poblaciones conocidas como celtas.

Finalmente, está el Mediterráneo, cuna de la civilización, gran crisol de culturas y vía de contacto entre todas sus poblaciones ribereñas. Este mar, por el que ya había llegado la domesticación de plantas y animales en el Neolítico, se convierte progresivamente en la principal vía de entrada de estímulos culturales, pues por ella llegaron los pueblos colonizadores de la Antigüedad, como fenicios, griegos, púnicos y, finalmente, romanos.

Regiones meridionales y orientales: Tartesios e Iberos

Las regiones meridionales de la Península Ibérica han sido siempre una de las más ricas de Europa en recursos naturales, tanto agrícolas y ganaderos como minerales, lo que facilitó siempre su desarrollo demográfico y cultural. Desde el Calcolítico, en el III milenio a.n.e., ya aparecen poblados que centralizan el territorio, así como fuertes jerarquías evidenciadas por tumbas monumentales. A fines del II milenio, a partir del Bronce Final, coincidiendo con la fecha de la mítica fundación de Cádiz hacia el 1100 a.n.e., los contactos «precoloniales» desencadenaron un marcado impulso cultural que cristalizó en el mundo orientalizante de Tartessos.

A partir del siglo VIII a.n.e., el asentamiento de colonias y factorías fenicias por toda la costa meridional impulsó el desarrollo indígena y su sociedad alcanzó pronto un nivel urbano, formándose pequeñas ciudades-estado regidas por reyes de tipo sacro. Su fastuosidad y riqueza, que documentan joyas y objetos suntuarios aparecidos en tumbas como las de Aliseda (Cáceres) o La Joya (Huelva) y en palacios, como el de Cancho Roano (Zalamea de la Serena, Badajoz), dio a Tartessos una fama de país fabuloso, de lo que se hacen eco relatos semilegendarios conservados en la Biblia y en algunas noticias de los historiadores griegos.

Desaparición y suceción

Tartessos desaparece de la historia a fines del siglo VI a.n.e., al no resistir las tensiones surgidas en el ámbito colonial entre fenicio-púnicos y griegos, siendo sustituida sus monarquías sacras por aristocracias gentilicias. Sus sucesores fueron los Turdetanos, que ocupaban las mismas tierras de Andalucía Occidental, siendo afines a ellos otros pueblos, como los Túrdulos de las áreas montañosas o los Bastetanos que habitaban las depresiones penibéticas de Granada.

Turdetanos

Los Turdetanos, al llegar los romanos, eran los más desarrollados de Hispania. Según Estrabón (III,1,15), escritor griego de tiempos de Augusto, «la riqueza del país hace que los Turdetanos sean civilizados y desarrollados políticamente», pues «son considerados los más cultos de los iberos, puesto que conocen la escritura y, según sus tradiciones ancestrales, incluso tienen crónicas históricas, poemas y leyes en verso de más de seis mil años de antigüedad» (Estrabón, III,1,6), siendo «sus ciudades extraordinariamente numerosas, pues se dice que llegan a doscientas» (Estrabón, III,2,1).

Este hecho lo han comprobado las investigaciones arqueológicas, ya que en estos territorios la densidad de núcleos urbanos era mucho mayor que en el resto de Hispania, alcanzando también mayor tamaño, pues los mayores ofrecen hasta 50 hectáreas, como Carmo (Carmona, Sevilla), Corduba (Córdoba) o Castulo (cerca de Linares, Jaén), lo que refleja que representaba la sociedad más desarrollada de la Hispania prerromana. Esta sociedad estaba organizada en ciudades-estado dirigidas por aristocracias gentilicias que ofrecían las formas culturales más refinadas de la Hispania prerromana, aunque con amplias capas de la sociedad sometidas a servidumbre para beneficiar los importantes recursos mineros, como la plata de Sierra Morena, y agrícolas, entre los que destaca el policultivo mediterráneo de olivo, vid y trigo, seguramente introducido en el periodo orientalizante.

Su mayor grado de desarrollo, su mayor capacidad de asimilación y su proximidad a las colonias fenicias, especialmente de Cádiz, explican el fuerte influjo púnico y oriental que siempre mantuvo su cultura, tradición que perduró mucho después de la conquista romana y que se evidencia tanto en sus cerámicas y objetos habituales como en sus creencias o en su urbanismo, de casas con terraza apelmazadas en callejuelas irregulares y estrechas que, a través de la dominación árabe, ha perdurado hasta nuestros días.

Integrados en el imperio de los Bárquidas hasta el final de la II Guerra Púnica, se sublevaron inicialmente contra los romanos, pero fueron pronto sometidos. Su desarrollo y capacidad de asimilación cultural explican que Estrabón (III,2,15) ya señale que en su época «especialmente los que habitan cerca del Betis (el río Guadalquivir), han asimilado el modo de vida romano y ya no recuerdan su propia lengua, (...) de modo que poco falta para que todos sean romanos». Este gran desarrollo de la Betica, como los romanos llamaron a esta favorecida región, y su tradición de apertura cultural fueron la clave de su temprana e intensa romanización, por lo que son muy escasos los testimonios conservados de su lengua prerromana.

Por ello, no es casualidad que de esta región procediera el primer personaje no itálico que alcanzó el rango de Senador en Roma, así como el primer cónsul romano de origen no itálico; también Trajano, el primer emperador surgido de las elites provinciales, era originario de Italica (Santiponce, Sevilla), siendo la Betica, igualmente, la patria de Séneca y de otros afamados escritores de la edad de plata de la literatura latina.

Cultura Ibérica

La difusión de estímulos culturales desde Tartessos hacia el Sureste peninsular y el paralelo influjo de los fenicios desde la costa dio lugar a la aparición de una cultura orientalizante en dichas zonas a partir de fines del siglo VII a.n.e., pero, a partir del siglo VI, se produjo una asimilación progresiva de influjos culturales greco-focenses de Ampurias, originándose lo que actualmente se conoce como «cultura ibérica», extendida entre todos los pueblos situados en las regiones mediterráneas desde la Alta Andalucía y el Sureste hasta más allá de los Pirineos, pues sus influjos se extendieron hasta el Rosellón, penetrando igualmente en el Valle del Ebro y el Sureste de la Meseta.

Esta extensa región, de casi 1000 km de longitud, estaba habitada por numerosos pueblos de orígenes o substrato cultural muy diferentes. Las áreas meridionales, en las que destacan Bastetanos y Oretanos, eran afines al mundo tartésico, tal como evidencia el monumento de Pozo Moro, su tipo de escritura e, incluso, algunos topónimos. Por el contrario, las zonas septentrionales muestran un indudable substrato de la Cultura de «Campos de Urnas», que pudiera considerarse como afín al mundo celtoligur.

Además de este doble origen, los influjos púnicos predominaron en el Sureste, frente a los griegos extendidos desde Ampurias, última colonia griega de Occidente. De este modo se comprende la gran diversidad étnica y cultural existente entre los Bastetanos, de la Andalucía Oriental, los Oretanos, a caballo de Sierra Morena entre La Mancha y el Alto Guadalquivir, los Contestanos de la zona alicantina, los Edetanos de las llanuras de Valencia, los Ilergavones en la desembocadura del Ebro, los Ilergetes y Sedetanos en el interior, y otros grupos menores que habitaban por Cataluña, como Laietanos, Ausetanos, Indiketes, etcétera, hasta los Sordones y Elysices que ya habitaban al Norte de los Pirineos.

Pueblos de la Meseta: Celtíberos y pueblos afines

La Meseta constituye una gran unidad geográfica, que actúa como lugar de encuentro de las diversas culturas y etnias periféricas, por lo que en ella se refleja en buena medida la gran diversidad peninsular. Pero, a medida que fue avanzando el I milenio a.n.e., resulta cada vez más evidente la llegada de diversos influjos mediterráneos, proceso que se conoce como iberización y que, desde el Sur y el Este, poco a poco fue penetrando hacia el interior transformando los substratos precedentes.

En efecto, en las áreas meridionales de la Meseta Sur, los Bastetanos se extendían hasta las llanuras de Albacete, mientras que los Oretanos habitaban a caballo de Sierra Morena entre la Mancha y el Alto Guadalquivir. Estas poblaciones deben considerarse ibéricas aunque, en algunos aspectos, parecen haberse celtizado, probablemente en época tardía, pero compartían raíces culturales y habían recibido fuertes influjos tartésicos desde el periodo orientalizante, que prosiguieron dada su afinidad con los Turdetanos.

Regiones atlánticas: Lusitanos, Galaicos, Satures y Cantabros

Las regiones atlánticas del occidente y del norte de Hispania, desde el centro de Portugal hasta Galicia, Asturias y Cantabria, resultaban las regiones más apartadas de los estímulos mediterráneos, por lo que mantenían formas de vida mucho más arcaicas, totalmente extrañas al mundo entonces civilizado que representaba Roma, lo que explica su mayor resistencia y su menor capacidad de adaptación al fenómeno de la romanización.

Este hecho se explica por su aislamiento geográfico y su lejanía en el finis terrae del mundo entonces conocido, por lo que apenas habían llegado hasta ellos avances culturales como el uso del hierro, el urbanismo de casas cuadradas, la organización jerarquizada del territorio o la estructura de clanes y clientelas, elementos que sí se documentan entre los pueblos de la Meseta, especialmente entre los Celtíberos, desde antes de mediados del I milenio a.n.e.

De todos estos pueblos cabe destacar a los Lusitanos, que dieron nombre a la Lusitania, la provincia más occidental del Imperio Romano. Se extendían por las regiones atlánticas desde el centro de Portugal y las zonas occidentales de la actual Extremadura española hasta la Gallaecia, nombre que los romanos dieron a su zona más septentrional (Estrabón III,3,3), que corresponde al norte de Portugal y la actual Galicia. Relacionados con ellos estaban los Vettones y Vacceos, más abiertos al influjo celtibérico, y los Astures y Cántabros, que habitaban las regiones septentrionales de la Meseta Norte y la Cordillera Cantábrica.

Zona pirenaica: los Vascones

Las regiones apartadas y montañosas de los Pirineos Occidentales mantuvieron formas de vida también muy primitivas, en parte semejantes a las señaladas en las zonas montañosas atlánticas, pero con la particularidad de que, al conservar una estructura cerrada poco permeable a los cambios, mantuvo elementos de un substrato étnico preindoeuropeo, por tanto de origen muy antiguo, que debe relacionarse con el actual mundo vasco. En efecto, en época prerromana, desde el Garona como límite de la Aquitania en el Suroeste de Francia hasta el Valle del Ebro, se hablarían lenguas que es difícil relacionar con las actualmente conocidas. Aunque se ha planteado su supuesta proximidad al ibérico, al bereber o a algunas lenguas caucásicas; este hecho más bien refleja el alejamiento de todas ellas respecto a las lenguas indoeuropeas, aunque el influjo de éstas se perciba desde fechas muy antiguas, seguramente desde el II milenio a.n.e.

Conclusión: la Romanización

Hispania, en época prerromana, ofrece un complejo cuadro etno-cultural como resultado de uno de los procesos de etnogénesis más interesantes de la Historia, siguiendo una tendencia general en su evolución hacia formas de vida urbana, pero con estadios muy diferentes según las diversas regiones. Este proceso explica el mosaico de pueblos y culturas que Roma encontró a su llegada, con el que tuvo que enfrentarse hasta vencerlas no sin resistencias, primero militarmente, y, después, culturalmente al irse imponiendo de forma paulatina pero inexorable la romanización, como una forma de vida más organizada de la sociedad humana.

A pesar de la aparente diversidad que supone dicho mosaico de culturas y pueblos, muchos aún insuficientemente conocidos, se evidencia una clara evolución general hacia estructuras sociales cada vez más civilizadas, hecho que explica en gran medida tanto los distintos procesos de etnogénesis como las unidades étnicas resultantes, en las que, a pesar de las evidentes diferencias existentes entre unas y otras, éstas muchas veces resultan ser más aparentes que profundas, si se analizan en conjunto con una perspectiva amplia y global para obtener una visión de síntesis válida.

Con ciertas tendencias variables según las diversas regiones, en la Hispania Prerromana se advierte un progreso general hacia un desarrollo cultural cada vez mayor, marcado por la aparición de elites rectoras desde los primeros contactos pre-coloniales, por su afianzamiento a lo largo de la Edad del Hierro al beneficiarse de los contactos con el mundo colonial con la introducción progresiva de nuevas fórmulas económicas, políticas e ideológicas para estructurar unas sociedades que resultan cada vez más complejas, que, finalmente, abocaron en una creciente tendencia, cada vez más inspirada en el helenismo, hacia formas de vida urbana. La última consecuencia y materialización de este proceso fue la inclusión de todos los territorios y pueblos hispanos en el Imperio Romano. Éste, con su gran labor civilizadora, unificó en gran medida territorios y gentes, permitiendo, en consecuencia, nuevas formas de desarrollo, comunes a amplias áreas del mundo civilizado.

Pero estos procesos incluyeron también paralelamente interesantes fenómenos de convivencia y de intercambios étnicos y culturales y, seguramente, casos de fagocitación, absorción y extinción de unos grupos por otros en un proceso de «selección cultural» en el que se irían imponiendo los más potentes o culturalmente más eficaces. En todo caso, es interesante comprender la importancia que tuvo la presencia y el influjo del mundo colonial de fenicios, griegos, púnicos y, finalmente, romanos, gracias a cuya presencia se fue abriendo un marco histórico cada vez más amplio y con mayor capacidad de evolución. Pero dichos contactos, aunque también supusieron fenómenos de desculturización de las poblaciones indígenas y, evidentemente, de destrucción en algunos casos, alcanzaron, finalmente, una muy eficaz simbiosis cultural, esencial para el proceso de nuestra evolución cultural, pues sin el contacto con Fenicia, Grecia y Roma difícilmente se comprende el proceso histórico de las gentes que habitaron posteriormente la Península Ibérica.

Por ello, este proceso de etnogénesis que finaliza con la presencia de Roma, al margen de su originalidad histórica irrepetible, ha contribuido a enriquecer la variedad cultural de las diversas regiones, dándoles, al mismo tiempo, una profunda unidad. En consecuencia, constituye un valioso punto de reflexión, humana e histórica, al ser una experiencia única de incalculable interés por su contribución a la formación de los pueblos y gentes que actualmente habitamos la Península Ibérica y por haberles dado una enriquecedora capacidad de asimilación y de difusión de influjos culturales, como posteriormente ha demostrado la Historia.

Fuentes